Aclaración

Algunos relatos son adaptaciones de sucesos de la vida real. El nombre de los personajes y los sitios donde ocurrieron han sido cambiados; mientras que otros son pura creación, por lo que cualquier similitud con la realidad y sus protagonistas es sólo una simple coincidencia. Los nombres usados no hacen referencia a ninguna persona de existencia real en particular, y sus homónimos son totalmente ajenos a la historia que se cuenta.
Las ilustraciones han sido tomadas de la web y pertenecen, en algunos casos, a muralistas y otros son cuadros de Ernest Desclaz.

domingo, 4 de marzo de 2012

Momo y la Justicia (1784 Palabras)

El bullicio de la fiesta había ganado todos los espacios de la plaza. Entre los cánticos eufóricos de las barras y los tamboriles de las comparsas que desfilaban para el concurso de las carnestolendas; nadie reparaba en una joven que lloraba en solitario.
    En verdad  -pensé-, el mundo es eso. Rara mezcla de alegrías y pesares, que invaden de igual forma las almas que deberían ser inviolables. Pero no lo son, son vulnerables y volubles.
    Mara estaba, al menos, triste.
    Supe que se llamaba Mara porque en el momento en que yo pasaba, como escapando un poco del infernal ruido, alguien le gritó por ese nombre desde un punto de concentración, de quienes parecían ser bailarines de una comparsa.
    No respondió. Por el contrario, aumentó la frecuencia de sus sollozos y el caudal de lágrimas que corrían por su cara, las que dejaban surcos profundos y pálidos, después de haber arrastrado todo el maquillaje que la embadurnaba. Sus brillos, desparramados de tanto restregarse los ojos, parecían relámpagos bajo los efectos de los reflectores cada vez que, en espasmos, sacudía su cuerpo pequeño y frágil.
    Movido por una cierta curiosidad morbosa, me acerqué al grupo para escuchar el motivo de sus discusiones.
    –Es una boluda -espetó una morocha mirando con desprecio a Mara-. ¿Qué necesidad tiene de identificarse?
    –No Viviana -le interpuso sus razones una flaca desgarbada que vestía un traje de plumas verdes, amarillas y celestes-. Ella no es la culpable  -prosiguió-, sino ese viejo machista ultramontano que está en el jurado. Es un degenerado y se viene a hacer el santo. Yo lo conozco.
    –Si crees que tenés razón, vamos a enfrentarlo -desafió resuelta la morocha.
    – ¡Claro que la tengo! le hizo preguntas buscando sacar verdad de mentiras y la envolvió con argumentos falsos.
    Para disimular un poco compré unas garrapiñadas a un vendedor que pasaba, sin dejar de orientar  las antenas hacia el coloquio armado sobre un cantero, cuyas flores y sus madres plantas lucían desgajadas e inertes.
    –Nadie dijo que para ser reina de la comparsa tenía que ser una mujer auténtica, ¿acaso no es esta una fiesta que se mofa del mundo?  -Preguntó airado un corpulento varón que sostenía un pendón afelpado, rojo brillante como una braza.
    –Creo que sí,  -dijo, como dudando, otro integrante del elenco que no tenía muchas ganas de participar del pleito.
    –Vamos a hablar de nuevo   -opinó la que parecía ser la directora de la comparsa-, y después de un breve cabildeo, se armó un pequeño grupo y salieron con gestos desafiantes.
    Me quedé por ahí merodeando, sin alejarme demasiado, y siempre atento a que volvieran los “embajadores” de parlamentar con los miembros del jurado.
    Al cabo de unos diez o quince minutos vi que volvían apurados, a las risotadas, intercambiando sus razones con ademanes ampulosos. Alguna buena noticia traían, por eso esos rostros pintarrajeados y brillosos, ahora parecían  lucir más encendidos que en pleno concurso.
    Todos corrieron hasta el banco donde,  aunque con menor intensidad, todavía  sollozaba Mara.  La abrazaron y le dieron a ella la noticia que, supongo, debe haber sido al menos, alentadora. Entonces vi, a pesar del amontonamiento que la rodeaba, que dio un salto y se paró arriba del banco levantando sus brazos y contoneando su figura, al ritmo de los tamboriles de la comparsa que pasaba desfilando.
    Eran ya cerca de las dos de la mañana cuando el Jurado se aprestaba a dar a conocer el veredicto. La gente, apiñada alrededor del palco, esperaba. La ansiedad, que desplegaba sus galas en los pechos inflamados de los concursantes, obligaba a apurar una cena de uñas varias veces mordisqueadas durante la jornada.
    Por fin se agotó la espera. Con largos y sostenidos anuncios, el locutor oficial daba a conocer las posiciones. Primero las carrozas, empezando por el tercer lugar hasta el primero, luego las menciones especiales y por último el premio a la mejor bailarina.
    Cuando era el momento de la reina, otra vez el suspenso. Había que cambiar la escenografía, ubicar los ramos de flores y las bandas que lucirían las princesas y, en el centro de la escena, el cetro y la vara para la reina. Después subieron al palco las autoridades municipales, el comité de organización y la reina saliente. Atrás, entre bambalinas, las candidatas sudaban frio esperando ser anunciadas como reinas.
    El locutor otra vez, después de sus consabidos prolegómenos, empezó su larga cantata.
    –Segundaaa Princesaaa…, Primeraaa Princesaaa…
    Luego vino la tanda comercial de los auspiciantes, algunas bombas de estruendo que adelantaban la euforia final y, por último, el “Señoasss y Señoresss” del, a esta hora, cansador y fastidioso locutor oficial de la fiesta de carnavales. Y prosiguió:
    “–Reina del Carnaval 2010, la representante de la comparsa “Alondras del sur”, la señoritaaa  Maraaa  Carreñooo!!
    Y cientos de papelitos multicolores y brillantes soltados al aire, acompañaban por un corto trecho a los globos rojos, azules y amarillos, que representaban los colores de la bandera de la ciudad y que se elevaban con rumbo incierto. Las bombas cada vez más estruendosas y los fuegos artificiales multicolores, transformaron la madrugada en un amanecer a plena lluvia de estrellas, como en las tormentas boreales.
    Luego subió Mara al escenario, se ubicó entre las princesas y, la reina saliente, con un largo vestido de gala, colocó el cetro sobre la cabeza de la nueva soberana que tiritaba como una hoja zamarreada por la borrasca. El Intendente entregó las flores y los organizadores una larga sucesión de regalos. La Reina estaba feliz y volvió a llorar, pero esta vez, gratamente emocionada.
En la calle, al pie del palco, en círculos apiñados y coreando el nombre de la soberana, saltaban abrazados gladiadores, amazonas, dioses griegos y bataclanas, mientras arrojaban al aire sus pertrechos de guerra, sus rollos y sus plumajes.
    Deslicé una sonrisa, me adherí sin tener arte ni parte en la decisión del Jurado y me fui caminando despacio a casa, pensando: “¿Se habrá hecho justicia?  Increíblemente, me costó conciliar el sueño. Fui a la plaza a divertirme y volví con una rara sensación que nunca había experimentado antes. Si la decisión no fue justa, es parte del carnaval que, como esencia pura, se mofa del mundo; o ¿acaso es el mundo el que se mofa de sí mismo relativizando la justicia?
    Y se me volaron los tucos. Al día siguiente recorrí a Platón en su célebre apología de Sócrates, pasé por el estrado de Poncio Pilatos y hasta pude verlo lavando sus manos con el agua turbia que brotaba de los cantaros de porcelana romana. Vi a las hordas de fanáticos fundamentalistas que presionaban a las autoridades, buscando consumar el fallo arbitrario de un juicio parodioso que hizo historia como ningún otro; e hice un vuelo rasante por Hegel para conocer sus opiniones. Al final concluí que, a lo largo de la historia, siempre hubo justicias que cedieron ante las presiones públicas. Que su pobre identidad como valor supremo, quedó sujeta a las conveniencias parciales, y que el todo que debería poner el razonable equilibrio que conforme a las partes, en verdad no existe.
    Acto seguido consulté -místicamente- a mis demonios interiores:
    – ¡Gilún!  -me dijeron-,  te estás metiendo en un fango.
    “–Vos no sabés nada de esas cosas. Quedate en el molde. 
    Y apartándome, volví a mi vida cotidiana. Pasó el tiempo, de la misma forma que pasa siempre, pero con la inefable cotidianeidad arrimando nuevos visos de una sociedad que cambia constantemente. Los sucesos de estos nuevos tiempos  me remontaron a aquel carnaval de Febrero, como si hubieran sido años los que separaban aquellos acontecimientos de estos. El carnaval del mundo no tiene calendario.
    Ahora el tejido social crispaba los nervios en la conformación de una nueva alianza: El matrimonio entre personas de igual sexo. Mara se me representó de nuevo, llorando en un banco de plaza, arrinconada por lo que interpretaba como la conculcación de sus derechos: De ser reina de la comparsa  a pesar de que la naturaleza le había privado de ser, por fuera,  la mujer que llevaba adentro. Y volví a sentir las presiones revoloteando sobre la justicia, haciendo oír las voces de la razón o la sin razón de los argumentos. 
    Volviendo a casa después del trabajo, entré en una panadería a surtirme de algunos productos, y otra vez fui convidado, involuntariamente, a formar parte de un debate a solas.
    –La pucha con este tema  -disparó un señor, pelado y barrigón que, con las manos para atrás, esperaba su turno mientras miraba en el televisor del local los preparativos de las marchas en contra del matrimonio gay.
    Todos miramos, pero nadie dijo ni “mu” al comentario. “Son cosas para pensarlas muy profundamente”  -me dije-  mientras me corría a un costado para que pudieran acomodar las bandejas de pan humeante recién salido del horno. Compré el pan y otra vez volví a casa con el tema instalado que, seguro, no me dejaría dormir la siesta. De camino nomás, como para ir ganando tiempo, convoqué otra vez a mis demonios al oráculo para escuchar sus consejos: ¡Oh! Sorpresa: ¡Estaban en silencio!      Y en la cima de esa perturbación insólita, como un eco de lejanas resonancias, una voz desconocida hizo su entrada en mis claudicaciones:
    –Hola  -me dijo-, soy Momo. Yo puedo ayudarte.
    – ¿Quién?  -pregunté de manera azarosa.
    –Momo, el dios de los escritores y de los poetas  -me aclaró con calma.
    – ¡Ah! Sí -le dije- el que en principio fue juez en el Olimpo.
    –El mismo  -y confirmó mis sospechas: Las indecisiones con confusiones se pagan.
Hubo unos segundos de cavilaciones y en ese instante, me dio tiempo a reflexionar sobre su oferta: “¿Qué se puede esperar -pensé descreyendo de sus buenos oficios-, de este espíritu de inculpación mal intencionada, hijo del caos y de la noche, hermano de la discordia, del destino, de la muerte y del engaño? (1)
    –Acaso -me interrumpió leyéndome el pensamiento-, ¿el hombre no es un poco de todo eso?
– ¡Ah! Sí, -respondí tomado por sorpresa mientras él, desde su rostro adusto, me clavaba la mirada.
    – Lo que pasa -sentenció en acto seguido-, es que a ustedes los hombre les falta una ventana en el lado izquierdo del pecho, por donde pueda conocerse lo que hay en sus corazones primero, para luego recién ponerse en el cuero de los otros haciendo de jueces. (1)
    – ¡Ahh la pelotita! -No alcancé a responderle y se diluyó como espuma al viento. Yo solamente quería preguntarle si me estaba hablando en serio; pero me dejó solo y eso, en semejante trance, es  una injusticia.
    “– ¡Qué ayudita!  -me dije absorto.
    Tanto dilema para terminar convertido en una hoja en blanco,  y que a la historia la terminen escribiendo, como siempre, los vencedores.

(1)    Mitología Griega

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