En uno de mis frecuentes regresos, volvà a encontrarla. Era ya como una sana costumbre.
Conocà a Carmencita de joven, siendo yo unos años menor y aún lejos de ponerme a la altura de sus preferencias; pero igual tenÃa para mi un algo especial que me atraÃa sin poder decir en concreto qué atributo o cualidad era. Cuando salÃamos en barra, siempre envidiaba a sus amigos el hecho de pertenecer a ese cÃrculo, pero nunca me dieron entrada. Era demasiado chiquilÃn para ese entonces.
Pero los años pasan, cada uno llega a la madurez en tiempos distintos y en lugares diferentes. La vida no suele ser una ecuación tan simple como para esperar de ella todas las coincidencias.
Cuando volvà a verla después de tantos años de ausencia, me costó reconocerla. ¡Con esa cabellera tan blanca! Sus tres suaves surcos curvilÃneos y paralelos que ya lucÃa en su frente desde muy joven, eran ahora profundas huellas que el tiempo parece haberse ensañado en profundizar en su derrotero hacia el ocaso; y una sonrisa apenas perceptible, que le “achinaba” la mirada, eran los signos visibles que me permitÃan reconocer a Carmencita en aquella veterana mujer, quizás de unos sesenta y ocho o setenta años.
Solitaria y callada. Amable y buena.
Por adentro, donde nadie veÃa, ni leÃa, ni apreciaba signo alguno, iban otros surcos marcando el dolor secreto de haber quedado sola después de haber amado tanto.
La niña Carmencita, la llamaban. Una manera elegante o hipócrita de disimular una sentencia, sin saber el verdadero motivo de su solterÃa.
De hecho, hay muchas mujeres que se han quedado solteras por elección propia, tomada en el libre arbitrio como dueñas de sus vidas; pero también las hay de las otras. En esta última categorÃa se inscribe el caso de la niña Carmencita.
Nacida en el seno de una familia conservadora, absorbente y autoritaria; no desde los gestos, pero sà desde los modelos. Segunda en una tanda de tres mujeres, cargó sobre sus hombros y quizás también sobre su orgullo, el tÃtulo de “cenicienta”, bajo la sutil figura de los mimos y las ponderaciones alabanciosas, que escondÃan las verdaderas motivaciones de los premios: Ser la sirvienta de la casa.
Estudió como estudiaron sus hermanas y como estudiaban las niñas de la clase media baja de su época. Una carrera que no pudo terminar a tiempo, pero que después de varios intentos logró recibirse. Algunos noviazgos fracasados, sin encontrarles la vuelta, la marcaron y dejaron en ella las huellas del rechazo.
“–Yo no se por qué no tengo suerte con los hombres, -habrÃa dicho alguna una vez entre sus amigas.
“–Es que ya tenés “pinta” de solterona -le respondieron sin ánimo de herirla, pero, como observación, nunca más acertada.
Una mujer estigmatizada por esa crianza egoÃsta, con cariño fácil de amor ficticio, interesado, que le malgastó los años y le quitó la alegrÃa de ser ella misma.
Yo la conocà con esas caracterÃsticas pero igual me dejaba interrogantes flotando en el aire que la circundaba, pues dejaba traslucir, para mi observación obsesiva, un halo de misterio poco común a otras mujeres solteras sin solución a la vista.
Carmencita era de salir muy poco, apenas a hacer las compras y algún domingo a misa; no tenÃa amigos, sus hermanas vivÃan en otra provincia y casi no habÃan vuelto al pueblo desde la muerte de sus padres. Yo, que daba vueltas de tanto en tanto como haciéndole el juego a la muerte de elegir el lugar a dónde entregarle los huesos, parecÃa ser el único que se interesaba por ella.
Fueron precisamente de esas averiguaciones insidiosas que logré armar su historia:
–Sacate un poco el olor a cebolla si querés conseguir novio -le aconsejaba una amiga cuando iban de baile.
– ¡Yo no tengo olor a cebollas! -respondÃa ella- oliéndose las manos.
– ¿No?, mirá vos, ya tenés quemada hasta la nariz, -contraatacaba la amiga basándose en su confianza.
Tanto la acosaba con sus reproches que un dÃa rompió con ella y, dejándola plantada en el baile, se volvió sola a su casa.
Todo puede hacer suponer que habrán sido largas las horas de llanto en la soledad de su pieza, asà como habrán sido largas las justificaciones en su familia para disimular sus desencantos. Por eso, las profundas ondas que surcan su frente, denuncian conculcación de derechos, por eso las canas prematuras, que como algodonal en flor, aparecieron antes de los cuarenta, por eso sus ojos, achinados cuando rÃe, buscan ocultar la falta de brillo. Por eso y por los surcos de su alma, doña Carmencita es solterona. Eternamente sirvienta.
–Cómo anda, niña Carmencita… -la saludé una tarde mientras paseaba un perrito blanco por la plaza del pueblo.
–Muy bien señor, y ¿Ud.? -me respondió muy gentilmente; como desconociendo los años que me llevaba de diferencia.
–Bien, gracias –le contesté con una leve venia.
–Muy lindo su perrito –agregué como para acercarme un poco más a ella.
–Ah, sÃ, es muy lindo. Para mà es como un hijo -agregó con un dejo de tristeza.
–Me imagino. Será para Ud. una buena compañÃa -afirmé sutilmente.
–Claro que sà -me contestó ella y bajó la mirada.
“–No se qué serÃa de mi sin el perrito. Se llama tobÃas, es muy cariñoso y casi dirÃa… inteligente. Conoce mis estados de ánimo como nadie. Cuando me ve tristona, se echa en la alfombra cruzando las manitos debajo de su quijada. Queda como pensativo. Cuando me ve alegre, corre por toda la casa, le ladra a los pajaritos del patio y mueve la cola como loco cuando lo acaricio.
– ¿Es muy mimoso?
-Siii, le gusta que le rasque la cabeza y también la pancita. Le cocino comidas especiales porque él come como si fuera una persona. Tiene su mesa y su plato.
– ¡No me diga!
–Asà es, aunque Ud. no lo crea.
–Le creo, Niña, le creo, los animalitos son seres muy especiales.
Y noté de pronto que sus surcos, curvilÃneos y paralelos, se unieron, y sus ojos, pequeños y arrugados, dejaban escapar una lágrima de cada lado de su nariz, de pronto mocosa y colorada. El grueso cristal de sus anteojos dejaba ver, de manera ampliada, sus dilatados lagrimales en carne viva.
– ¿Está llorando niña? –pregunté haciéndome el tonto.
– ¡Noo! -dijo-, a veces sufro de alergia.
Y se fue por un caminito de la plaza aprovechando que tobÃas tiraba para ese lado.
“No hay caso -pensé-, perrito blanco, como la inocencia de su alma, pero siempre atada a la cadena de los caprichos ajenos.
Y encima la hice llorar. Verdaderamente fui un torpe.
La seguà con la mirada hasta que desapareció detrás de los árboles; quedé con el aguijón del reproche clavado en el pecho. Quizás a mi regreso pueda encontrarla de nuevo para disculparme por mi torpeza.
Pasaron más o menos seis meses y volvÃ, en la que posiblemente serÃa ya mi última visita al pueblo, pues habÃa decidido quedarme definitivamente. Salà como siempre a buscarla; estaba tan ansioso de reencontrarme con ella que ya era el centro de todas mis preocupaciones.
Fui derechito a la plaza, una tardecita ya con la fresca, y caminé sin titubeos al lugar donde siempre solÃa encontrarla. De lejos nomás ya la divisé; era muy difÃcil confundirla, su silueta menuda y ágil y su cabellera como un copo de nieve, se destacaba entre los arbustos que bordeaban los canteros. Parece que advirtió mi llegada y con un paso apurado, hizo como de responderle al tirón que el perrito le dio de la cadena y, dirigiéndome una mirada esquiva, alcancé a adivinar su sonrisa y la vi desaparecer por el caminito, bordeado de margaritas dobles, cuyos flecos se agitaban suavemente con la briza de la tarde. Si no fuera por esa ansiedad que al mismo tiempo llenaba de gozo mi alma, hubiera pensado que no querÃa verme.
Pero decidà no ser cargoso, era el primer dÃa de mi nueva estancia, asà que era mejor esperar, ya llegarÃa la oportunidad de encontrarnos.
A la mañana siguiente, calurosa mañana de Enero, de un amanecer rojizo y reverberante, llegaron a mis oÃdos los agudos sones de campanas que tocaban a duelo. Desde la alta cúpula de la pequeña iglesia pueblerina, un monocorde aletear de palomas acompañaba los sones de la despedida.
– ¿Quién habrá muerto? –Me asaltó la pregunta inevitable. Y salà a la vereda a ver si pasaba alguien para preguntarle.
–Murió la Niña Carmencita -me dijo un vecino que partÃa con un ramo de flores a sumarse al entierro.
Un frÃo halo de sombras oscureció mi mañana, y un dejo de sabores inciertos enlutó también mi boca, que tremolaba un ¡Cuánto lo siento! Mientras saboreaba la sal de mis lágrimas.
– ¿Cómo? -requerà impávido- si ayer tarde la vi en la plaza.
–Noo -dijo el hombre esbozando una sonrisa-, si tuvieron que romper la puerta. Ya hacÃa por lo menos diez dÃas que estaba muerta.
No dije más nada y me apresté a concurrir al oficio religioso. Al llegar, envuelto en una bruma de pesadas sensaciones y desvarÃos taciturnos, me acomodé al fondo de la nave, inundada de aromas a sahumerios baratos. En silencio seguà las plegarias y las fui acomodando a mi realidad inescrutable. Hay un secreto que comenzó a descorrer su velo y una certeza que se afianzaba en mis creencias.
Cuando pasó el cortejo, giré el cuerpo para saludarlo y sentà una suave caricia en mi rostro y un perfume a nardos que supuse serÃan de ella.
Ahà comprendà que habÃa ganado una amiga póstuma.
Y lloré, lloré amargamente; nunca la muerte me habÃan pegado tan duro.
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