Aclaración

Algunos relatos son adaptaciones de sucesos de la vida real. El nombre de los personajes y los sitios donde ocurrieron han sido cambiados; mientras que otros son pura creación, por lo que cualquier similitud con la realidad y sus protagonistas es sólo una simple coincidencia. Los nombres usados no hacen referencia a ninguna persona de existencia real en particular, y sus homónimos son totalmente ajenos a la historia que se cuenta.
Las ilustraciones han sido tomadas de la web y pertenecen, en algunos casos, a muralistas y otros son cuadros de Ernest Desclaz.

domingo, 4 de marzo de 2012

El Chileno (1847 Palabras)

La vieja villa estirada al pie de las serranías, otrora silenciosa y aburrida, se había vuelto de pronto una caja de resonancia de proyectos oficiales, expectativas de progreso y de dimes y diretes de nuevos vecinos.
    Es que se estaba llevando acabo una obra largamente anunciada: El dique. Este se haría sobre el río que pasaba a unos pocos kilómetros del villorio, pero que no lo afectaría demasiado, por cuanto el beneficio del proyecto se centraba aguas abajo.
    No obstante, decenas de personas llegaron con sus familias a refundar el pueblo, a sacarlo de su letargo y darle un nuevo perfil, matizado por las diversas culturas que convergieron al llamado del trabajo. Había alemanes, ingleses, italianos, aunque eran los de altos cargos que poco y nada se juntaban con el chusmaje, y éste último, venido de otras provincias y de países vecinos, eran sobre todo, bolivianos, chilenos y paraguayos.
    Pronto nomás, eran todos “viejos conocidos”, gente del pueblo. Algunos solteros se casaron con las locales, otros, casados, hicieron cambios y algunos, solteros por vocación, disfrutaban a su manera. Uno de esos era un tal Muñoz, Oficial mecánico, apodado el chileno.
    El trabajaba en la cantera de áridos. Era el compresorista, es decir, quien mantenía y ponía en marcha los compresores que abastecían de aire a las máquinas perforadoras.
    Muy dado a la bebida, no había fin de semana o feriado que él no estuviera dando vueltas con sus “peludos” por el pueblo.
    En cada salida de franco, sea cual fuese el motivo, el jefe de obra  -un italiano de gruesos bigotes color naranja- tenía para él la arenga a mano:  
    – ¡Chilene!, otra vece franco. Il lune por la matina, Ritorne sobrio.
    –Sí señor, descuide. En este minuto le prometo portarme como una niña.
    –Ma veremo.
Nunca se cumplieron sus promesas sin sobresaltos de por medio.
    – ¿Ma qui pasa que no labora? –fue la pregunta del jefe el lunes por la mañana.
    –No vino el chileno.
    –Madonna santa, otra vece. ¿A donde se a quedato?
    –Está preso.
    Y como una saeta en llamas, los bigotes del gringo se pararon y apuntaron hacia la comisaría del pueblo.
    –Bono día, siñore. ¿il chilene?
    –Buen día ingeniero. Duerme.
    –Ma que duerme, levántalo de lo pelos. Tiene que laborare.
    –Recién a las doce cumple, orden del comisario.
    Y tomándose la cabeza, dio un giro sobre sí mismo y chocó con el comisario que iba entrando.
    –Perdone, jefe, pero… ¿poide liberare al chilene? Io pago la multa.
    –No se trata de multa, ingeniero, sino que el código ordena 24 horas de arresto en caso de contravención.
    –Ma ¿que contravencione se trate?
    –Alteración del orden público.
    –Madonna santa. Oggi mismo lo despido.
    Y salió gesticulando y hablando solo.
    –Espere, ingeniero -dijo el oficial de guardia antes de que pusiera en marcha la camioneta-, el Comisario pregunta si Ud. se haría cargo del detenido.
    –Degale que sí. Ma io me encargo.
    Y ambos salieron. Uno mudo de bronca y el otro de miedo.
    Llegaron a la cantera que no quedaba a más de dos kilómetros del pueblo y sin mediar palabras, en menos de cinco minutos los compresores echaban aire hasta por los poros de la pintura. No hubo altibajos en la conducta del chileno por un largo período de quince días.
    La cantera estaba ubicada en una lomada granítica que empezaba a elevarse justo atrás del cementerio del pueblo. El camino que conducía al obrador, corría paralelo al alambrado del campo santo, pero nacía junto a la avenida que, en diagonal, iba al cementerio.
    Quince días después de aquella agitada experiencia. El chileno volvió a hacer notar su ausencia.
    El ingeniero, que llegaba casi junto con los obreros, de inmediato notó la baja en sus filas y puso el grito en el cielo.
    –Madonna mía, ¿il chilene?
    –No, no lo vimos.
    –Cóme, ¿no’stará preso?
    –No, no sabemos.
    Y volvió sobre sus pasos a buscar al chileno por el pueblo. Recorrió la comisaría, la sala de primeros auxilios, todos los boliches y hasta la casa de una supuesta novia, pero del chileno, ni noticias.
    Era el mes de febrero. Unas señoritas tucumanas, hermanas ellas y a la vez, cincuentonas,  fueron muy temprano al cementerio a visitar la tumba de sus padres, mientras iban camino de regreso a su ciudad después de pasar las vacaciones en la casa paterna, que permanecía cerrada durante todo el año. A modo de despedida, llevaban unas flores cultivadas en el propio jardín de la casa y unas velas perfumadas para homenajear a sus seres queridos. Dejaron el auto estacionado muy cerca de la puerta y entraron, del brazo, llevando en sus manos libres, cada una su propia ofrenda.
    A pesar de ser la avenida central del cementerio, el caminito se notaba trajinado más hacia la izquierda, por lo que, de paso, iban leyendo algunas placas que lucían nuevas. De  pronto ven, que en el nicho de abajo, de una serie de seis en doble columna, sobresalían unos pies que calzaban unos botines sucios; una pierna tenía el pantalón recogido que dejaba ver una lastimadura sangrante y del otro pie, le faltaba la media. Fue tan grande el alarido que dieron, que algunos perros del vecindario ladraron, pero nadie le dio demasiada importancia.
    Primero se desmayó una, y la otra al no poder lograr que su hermana reaccionara, se desmayó después, de rodillas y apoyándole  la cabeza en el pecho. Las ofrendas florales y los cirios perfumados, eran un desparramo irreconocible.
    El chileno, de regreso a la cantera, había equivocado el camino; y sin perder tiempo, entró a dormir en ese poco acogedor albergue, sin tener la más mínima idea de donde se había metido. El grito de las damas o quizás el ruido hecho al caer, despertaron al chileno que, reptando de espaladas, logró salir y ver la luz del nuevo día. Grande fue su sorpresa al reconocer el lugar como el cementerio y tener frente a sí a dos cadáveres, sin saber por qué misteriosa razón, habían sido arrojados de esa manera. Miró para todos lados y al ver que nadie  andaba, salió del osario en puntita de pies y en un santiamén llegó a la cantera.
    Entró como pancho por su casa, abrió los portones y puso en marcha los compresores como si no hubiera pasado nada.
    El ingeniero, instalado en su oficina, hacía cálculos. Cuando hubo advertido que todo estaba en marcha y que los martillos habían empezado a horadar la roca, sintió como que una orquesta en concierto, haría de fondo a su voz más enérgica.
    Parado frente al chileno, le estiró un papel y le dijo:
     – ¡Está despedito!
    –No ingeniero –expresó su descargo el chileno- me quedé dormido, pero le juro que nunca más pruebo un vaso de vino.
    –Ma guardare su promesa ia sabe donde. Usted no labora más en la empresa. Pase por la mia oficina en quince días a cobrare la liquidacione finale -moviendo sus manos como aspas de molino-. Y dándose un tirón del cuello de la camisa, lo dejó paradito y recto como haciendo notar sus jinetas, al mejor estilo Mussolini.
    El chileno, sabiéndose vencido, bajó despacio la pequeña cuesta que llevaba al pueblo. Al pasar por el lado del cementerio, observó con sigilo si había algún movimiento raro, pero no advirtió nada. Todo era silencio.
    Camino a Tucumán, las hermanas se preguntaban:
     – ¿Quien habrá sido?   
    – ¿Habremos visto bien?    
    – ¿Nos habrá visto alguien?    
    – ¡Ay! ¡No por Dios! Qué vergüenza.
    –Yo no vuelvo más a este pueblo.
    E hicieron un pacto de silencio. Nadie sabría jamás el percance vivido.
    –A no ser que el “muerto” al salir nos haya reconocido.   
– ¡Ay! No digas eso Lucy, no se qué me da de sólo pensar. ¡Se me paran los pelos!
    Y se ruborizaban. Haber mostrado sus glúteos descarnados, quizás vírgenes de miradas y caricias, era hacer trizas los pudores tan celosamente guardados por más de medio siglo. 
    ¡Y a un desconocido!
    Mientras tanto, el chileno sí que era una tumba. Dejó pasar los días sin hacer mención del caso, esperando que alguien comentara acerca de que si era o no verdad lo sucedido o, por lo menos,  lo que sus ojos vieron, o si era producto del alcohol y la posición incómoda que le jugaron una mala pasada.
    Cuando llegó el día quince  -que cayó en día lunes-, y debía cobrar la liquidación, tal cual le fuera prometido, como hacía ya muchos años, se presentó temprano y fresquito. Recibió la paga  -e segune la leye-  como le dijo el ingeniero y se despidió con una leve sonrisa; una mueca del alma para ocultar su tristeza.
    Esa noche en el pueblo, durante su despedida, embriagó algunas penas en el amargo vino del olvido, y contó entre lágrimas que él muchas veces vio la muerte de cerca y que creía que lo andaba buscando, por eso esa noche, junto a los amigos, formulaba la solemne promesa:
    – ¡No tomo más vino!
    – ¡Eh chileno! No seas loco  -le dijeron- puede hacerte mal dejar así, de golpe.
    Y sollozando como un niño, apoyó el codo de su brazo derecho sobre la mesa, mientras con la otra mano sostenía el vaso con vino y, mirando a todos con la mirada confundida, agitaba un dedo acusador para confesar su verdad más sentida.
    –A mi echaron del trabajo como a un perro. ¿Qué hice de malo, eh?, es cierto, llegué tarde, pero ese no es el motivo.    
    – ¿Y cual fue la razón?  -preguntaron asombrados.
    –Querían que yo me hiciera cargo de un crimen, pero eso… ¡no lo van a conseguir conmigo!
    –Quién chileno, decinos quién
    –Eso yo no se, pero me tiraron dos muertos.
    – ¿A dónde chilenito querido?
    –En el cementerio. Sí, yo los vi… yo los vi…estaban tirados ahí, delante de mí, en el suelo..., y estaban también las flores del velorio desparramadas por el piso.
    –Llévenlo a dormir muchachos  -pidió por favor el cantinero-, está muy mal, está perdido.
    Y lo cargaron a peso y alguien se lo llevó a su casa. Al otro día, nadie sabe la hora ni el rumbo, pero el chileno se fue definitivamente del pueblo.
    Sin embargo, no faltó el comentario. En el trabajo, en el pueblo, y tanto fue circulando de boca en boca que al final, como siempre pasa, alguien estuvo mirando, y habían visto salir al chileno del cementerio poco después de que entraron las “niñas” tucumanas. Otros, atando cabos, se acordaron de los ladridos de los perros a esa hora y el alarido que les parecía haber escuchado, y pensaron:
    “Les salió el chileno desnudo de adentro del cementerio y se asustaron, a veces hacía esas gracias” y otros agregaban: “y capaz que se desmayaron y el las creyó muertas”, y no faltó el exagerado que opinó que las niñas “seguro que se hicieron encima”.
    El dos de Noviembre, para el día de los muertos, las niñas volvieron a resarcir a sus viejos por la mala ofrenda del verano. Como de costumbre, entraron del brazo con las flores y los adornos nuevos. Al pasar frente al nicho del suceso, vieron que ya estaba ocupado. Cruzaron una mirada cómplice y sonrieron.

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