Aclaración

Algunos relatos son adaptaciones de sucesos de la vida real. El nombre de los personajes y los sitios donde ocurrieron han sido cambiados; mientras que otros son pura creación, por lo que cualquier similitud con la realidad y sus protagonistas es sólo una simple coincidencia. Los nombres usados no hacen referencia a ninguna persona de existencia real en particular, y sus homónimos son totalmente ajenos a la historia que se cuenta.
Las ilustraciones han sido tomadas de la web y pertenecen, en algunos casos, a muralistas y otros son cuadros de Ernest Desclaz.

viernes, 3 de noviembre de 2017

Río Los Talas


Era tiempo de invierno. Tiempo de arreos de hacienda a Tucumán donde se concentraban las partidas llegadas de diferentes lugares y que luego se exportarían al norte salitrero Chileno. Corrían los últimos años del siglo XIX.
Pedro y Alfonso Adauto eran dos hermanos que se “conchababan” todos los años para estos menesteres, aparte de trabajar en sus tierras donde producían sus propios animales para la venta. Habían salido con otros arrieros tras las reses de don Juan Ramón Pastoriza, un acaudalado estanciero heredero de encomiendas. Pedro, el más avezado y el de mayor confianza del patrón, era el capataz general de la cuadrilla.  Se encargaba de la entrega de la hacienda y de recibir la paga una vez cumplidos los trámites y abonar los jornales ganados por el plantel de arrieros, para que cada uno pudiera disponer de efectivo y realizar algunas compras, si eso estaba en sus planes.
Cumplido con éxito el cometido, los hermanos Adauto emprendieron el regreso. Una fría tarde de Julio, con la helada cayendo desde temprano, obligó a la peonada a munirse de algunos porrones de ginebra para abrigarse por dentro, ya que por fuera se le encomendaba a los ponchos la tarea de darles tibieza.
El grupo se fue diseminando de a poco. Algunos se quedaban en Tucumán y otros, a medida que avanzaban, iban agarrando por caminos más cortos hacia sus ranchos. Pedro y Alfonso, a eso de la media noche y ya solos en el camino, arribaron a Río Los Talas.
Río Los Talas era un sitio casi obligado para descansar un rato, dar de beber a los caballos y emprender la subida a las sierras. El camino ya se hacía más dificultoso y el monte, tupido y espinudo, agregaba un extra a la extenuante subida. Pero no sólo eso significaba Río Los Talas en la vida de los arrieros de todos los tiempos. También ocupaba un lugar significativo en el imaginario de los arrieros; pues se decía que, como consecuencia de desavenencias por la paga, malos tratos u otras diferencias que el alcohol ingerido ayudaba a encender, más de uno entregó el pellejo en reyertas insalvables en este paraje.
Al arribar Pedro y Alfonso, de lejos nomás, divisaron un fueguito encendido en medio de los matorrales.
-Parece que se nos han adelantao algunos –opinó Pedro
-Deben ser los Ledesma –pensó en voz alta Alfonso–, ellos siempre cortan por las picadas.
Pero cuando se acercaron, vieron que eran cuatro personas y que estaban sentadas en cuclillas a la orilla del fuego, cubriéndose las rodillas con sus ponchos y estirando las manos, como acariciando las llamas de la fogata. Lo extraño era que no había caballos atados o desensillados como para pensar que estaban descansando.
-¡Epa amigo! –gritó Alfonso como para provocar un acercamiento, pero no obtuvo respuesta. El crepitar del fuego deformaba los rostros y no pudieron reconocer a ninguno. Con un poco de recelo, siguieron unos metros más adelante y se bajaron de los caballos, tiraron las riendas al suelo y se acercaron con sigilo.
-¡Convide un poco de fuego amigazo!  -fue la intervención de Pedro buscando el convite, pero todo fue silencio. Pegado uno a la par del otro, los hermanos arremetieron abriendo los matorrales iluminados por un color naranja azulado; y se sorprendieron al ver que no había tales personas, y que el fuego sólo eran cuatro velas encendidas al pie de una cruz de palo vencida por los años. Con apuro se santiguaron y sin decir palabra, volvieron a sus caballos y de un solo salto se acomodaron en las monturas y clavaron espuelas. Galoparon un largo trecho. Sólo el ruido de los cascos entre las piedras, marcaba el ritmo del retorno.  Uno tras otro, los caballos seguían la senda marcada por los años de tantos arreos de los que ellos también eran herederos.
Cuando llegaron a un abra en la espesura, Pedro sujetó las riendas y se dejó alcanzar sin ver la hora de emitir alguna palabra que le hiciera caer en la cuenta que aún estaba vivo. Grande fue su sorpresa cuando vio que el moro de Alfonso venía sin jinete.
-¡Ave María Purísima! –expresó con angustia Pedro y se quedó observando el caballo que conservaba su apero bien puesto, aunque le faltaban las alforjas.
Bastaron unos pocos segundos para que cayera en la cuenta de que algo malo había pasado. Ató el caballo de Alfonso a la cincha de su zaino negro y regresó despacio, pensando, tratando de sacar conclusiones. Eran cuatro los que se estaban calentando en el fuego de Río Los Talas. De ser los Ledesma, ellos eran tres, ¿y el cuarto?, no había otro de esta arriada que pudiera venir por este camino, a no ser que alguien hubiera decidido acompañarlos pero... ¿y los caballos?
Sujetó y decidió esperar a que amaneciera para poder ver las huellas. El alba había empezado a clarear el cielo por el lado del llano. La noche se amontonaba a sus espaldas y los últimos chiflidos de las lechuzas iban perdiendo fuerza a medida que los zorros convocaban a sus manadas para la cacería temprana.
-¡La puta madre! –se quejaba Pedro y algunas lágrimas de impotencia bordeaban sus párpados desvelados.
Amaneció. Lenta la luna empezó a asomar y los coros del bosque se volvieron estridentes y molestos cuando lo que más se necesitaba era silencio. Pedro animó al zaino y siguieron desandando la huella. Agachado, casi pegado al cogote del caballo, Pedro buscaba huellas que le indicaran hasta donde vino montado el moro y algunos otros rastros que pudieran darle alguna pista. Era tanta la abstracción en la que se encontraba el hombre, que no se dio cuenta de que ya estaba otra vez en Río Los Talas. No alcanzó a enderezarse cuando el caballo que montaba corcoveó espantado y el que traía de tiro lo encaró al zaino por el lado de las ancas e hizo que Pedro cayera al suelo. Agatas pudo incorporarse de en medio de las patas de los caballo y entonces vio a su hermano Alfonso que, cuchillo en mano, lo tomó del cuello y le exigió que le entregara la plata. Pedro, de un empujón se lo sacó de encima.
-¡Que te pasa carajo! –increpó a Alfonso
-Dame la plata o te c… matando aquí nomás –fue la decidida respuesta.
Y se trenzaron en una feroz lucha. Ambos armados, hacían relucir sus facones que muy pronto se fueron apagando con el carmín sedoso de las sangres. Pedro recibió un mortal puntazo que le partió el corazón, mientras Alfonso tenía un profundo corte en el cuello que le sangraba peligrosamente. Como pudo, cargó a su hermano muerto sobre el apero del caballo y apenas si pudo montar el de él, para luego desplomarse inerme.
A media mañana, los Ledesma pasaban por Río Los Talas y se encontraron con el dantesco cuadro. Sin tener idea de lo que pudo haber pasado y entre diversas conjeturas, amarraron los cuerpos a los caballos de los difuntos y los llevaron de tiro para entregarlos a sus familias. El penoso viaje les demandó el día entero.
Al anochecer, los perros del rancherío lloraban lastimosamente y un eco de cascos, pesados y cansinos, viajaba por las quebradas donde los arroyos surcan su obstinado derrotero.
En las casas, nadie esperaba tan tremenda noticia. Los hombres muertos guardaban en el mutismo eterno, la razón o la sin razón de la tragedia. 
           Había ahora que completar los trámites de rigor y para eso era necesario bajar al pueblo. Otra vez, paso obligado por Río Los Talas, camino preñado de preguntas sin respuestas y un presagio de agoreros dando vueltas por las conciencias. Zenón Adauto, el padre de los hermanos muertos, se encargaría de los trámites. Bien temprano y mientras se desarrollaba el velorio, partió hacia el poblado. No se detuvo en Río Los Talas, aunque pensó que quizás debía colocar un par de cruces para perpetuar el recuerdo de sus hijos, pero eso sería más adelante. Una vez en el pueblo, acudió primero al Juez de Paz, luego al comisario y por último al cura. Nada dejó librado al azar. Al juez le informó de las circunstancias, al comisario le comentó acerca de sus sospechas y al cura le pidió misericordia para sus almas. 


viernes, 3 de octubre de 2014

Punto final


Ese día había ido resuelto a terminar con ella. Ya no la amaba. El perfume de su pelo, sus labios siempre dispuestos al beso y esa sonrisa con la que me recibía en cada cita, inexplicablemente habían perdido el encanto. Si alguien me preguntara cual es la razón de ello, no sabría responderle, ni yo mismo encuentro la repuesta, pero es mejor para ambos –me dije – que sea ahora, antes que la herida sea lacerante. Llegué y traté, esforzadamente, de mostrarme hosco. No era esa la manera habital de llegar, pero tenía que disparar el momento. Apurar los tiempos. Su sonrisa, sus labios dispuestos al beso y el aroma de su pelo, me envolvieron por completo, pero no me importó. Era ahora o nunca. -Debemos terminar esto –le dije sin rodeos-. Siento que ya no te amo y prefiero asumir este momento, antes de causarte daño; después de todo, no lo mereces. Inexplicablemente, su sonrisa no se desdibujó ni un milímetro.Sus labios, lejos de temblar como una pajarillo herido, buscaron los míos y su negro pelo destilaba como nunca el aroma de mil madreselvas encendidas de idilio. Traté de apartarla apoyando con suavidad mi mano en su pecho y cambié la cara mezquinando mi boca. -Vamos –le dije-, todo ha terminado. -Vamos- me respondió- y nos alejamos. Volví a mi casa y respiré aliviado. No había sido tan traumático, después de todo –pensé- y tomé un libro para que me ayudara a conciliar el sueño. Cerca del día, desperté sobresaltado. Me pareció que alguien o algo rosó mi cara y un olor a madreselvas se instaló en mi nariz de manera persistente. Me levanté de un salto. Me vestí y salí corriendo, instintivamente, al lugar de los encuentros. Pensé lo peor y un dejo de culpa empezó a ganarse en mi pecho. La ciudad me parecía vacía, la luz de las farolas de la plaza, otrora tan nuestra, eran mortecinos pabilos bajo la niebla matinal de Julio y, al frío de la madrugada, se le sumaba el desconcierto y la locura que había empezado a rondar mis pensamientos. De repente vi su silueta pasar por detrás de las glorietas y otra vez el aroma de su pelo suelto me asaltó los sentidos. Grité. Primero fue un alarido, luego alcancé a balbucear su nombre y después, un dolor taladrante me perforó el pecho. Una tromba enmarañada de luces y sombras me fue tragando, y un calor sofocante me asfixiaba sin clemencia. Desperté de nuevo y busqué reconocer los rostros entre las figuras humanoides que me rodeaban. Todo era confusión y preludio de muerte, hasta que vi, en el suburbio de la vida, su sonrisa indefectible y sus labios inexorablemente dispuestos al beso, que llegaban a rescatarme de la tumba. -Vamos –me dijo-, todo ha terminado. -Vamos –le respondí- y nos alejamos.

jueves, 29 de noviembre de 2012

El Escribiente



De niño, ni bien aprendí a leer y escribir, tuve un noble oficio: Escribir cartas para los vecinos “iletrados” que deseaban comunicarse con sus familiares lejanos.
Hoy cuesta mucho adaptar esta imagen a los tiempos que corren. El avance de la tecnología comunicacional ha sido tan vertiginoso, que evocar esta estampa de mediados del siglo XX parece algo irreal.
Yo vivía en una zona rural, bastante alejada de los centros poblados pero muy cerca de la vasta soledad del monte, donde las novedades siempre llegaban de segunda mano.
La historia más fresca es la de un vecino (el más cercano, a 3 kilómetros) que me convocaba, previa autorización de mis mayores, para escribirles cartas a sus hijos radicados en Bs. As.
En aquella oportunidad, muy temprano, llegué montado en mi burrito a la casa donde vivía el anciano. Me hizo pasar, me convidó algo que no recuerdo pero que no acepté, y me sentó a una pequeña mesa provisto de papel de carta, el sobre y la lapicera.
Acto seguido, comenzó  dictarme.
Como era (y es) de rigor, primero el lugar y la fecha, después el nombre del destinatario precedido del “señor” y a continuación el cuerpo de la carta:
“Querido hijo, ya es Diciembre y hace tanto tiempo que no recibo noticias tuyas…”
Luego vino un carraspeo, un acto de componer la garganta y salir al patio de la casa a toser con todas las ganas.
De manera imprevista, aunque simulando ser la hora conveniente, lo vi dirigirse a la pila de leña que tenía cerca del fogón y agregarle algunos palos al fuego; sentarse en cuquillas para “soplarlo” y luego regresar, con los ojos llenos de lágrimas.
Con el pañuelo en la mano, secándoselas, me aclaró:
– Me hizo llorar el humo…”
– “Léame lo que puso –me pidió como no recordando
– Querido hijo, ya es diciembre… - respondí yo
– Ahí nomás -repuso él- y agregó: Firma: tu padre.
Me hizo doblar la carta, ensobrarla y escribir la dirección en el sobre.

jueves, 23 de agosto de 2012

Prejuicios



La soleada avenida de ingreso al parque, se erigía a su vez como el portal de aquella villa asentada en las afueras de la ciudad bulliciosa. Hombres y mujeres de todas las edades pululan sin rumbo por sus callecitas sucias y polvorientas, como una marea oscura de identidades inciertas.
            A la noche, cuando la villa duerme albergando en sus cuchitriles a los desvalidos, la gran ciudad se convierte en un refugio de almas y desalmados que gruñen cada uno a su manera, buscando quedar satisfechos aboliendo la ley de los prejuicios.
            Sandra, atornillada a la barra del bar, espera. Sus ojos lucen todos los brillos que su alma no puede, y en sus manos, los largos guantes blancos disimulan los callos de la fajina diaria.
            –Servime un trago -le pide casi ordenando  al barman de brazos peludos como un oso de peluche y que le valieron el apelativo de “oso”.
            –Todavía no  -le dice- es temprano.
            –Pero si ya son las dos de la mañana  -replicó la dama.
            –Hoy es viernes de feriado largo, no está asegurada la clientela -dijo el barman.
            – ¡Que lo reparió!, no lo tuve en cuenta. No debería haber venido.
            –Esperá un poco, loca, no seas impaciente.
            –Es que no tengo un mango, y encima tengo los chicos un poco enfermos.
            Fueron pasando los minutos, cada vez más largos, y la noche fue apagando sus sones de a poco, como si se le estuvieran agotando las pilas.
            De los escasos clientes que desfilaron por el bar, algunos  arriesgaban sus monedas en el rincón de la timba, pero ninguno requirió sus servicios. Sandra, desilusionada, se arrancó con furia la peluca y se lavó la cara en la pileta del patio, en los fondos del tugurio, y volvió a su casa. Entró a hurtadillas para que nadie se despertara. Se puso la ropa de fajina y tomó unos mates antes de ir al mercado, a ver si podía estibar algo y traer aunque sea pan a su casa. Ahora era Ricardo.
            – ¿Qué haces guacho? -El saludo de rutina entre los estibadores.
            –Qué haces -fue la respuesta sacada a desgano.
            – ¡Eh! ¿Qué pasa?  -preguntaron a coro-, ¿No “comiste” nada anoche? -y estallaron  las carcajadas.
            –Váyanse a la mierda -fue su última respuesta y se cortó el diálogo.
            Ricardo llevaba una doble vida; todos lo sabían en el mercado, en el bar nocturno, en la villa, menos en su casa. Códigos de una vida dura que de tanto en tanto se reserva los detalles, para soltarlos cuando la ocasión sea más oportuna. Prejuicios y veneno de víbora se sirven en el mismo plato.
            Ricardo retuerce en silencio su historia: violado cuando niño, golpeado por su padrastro y ahora juntado por necesidad con una mujer que lo “banca” pero tiene hijos de otro.
            En el fondo, en esa simbiosis de personajes en litigio permanente,  Ricardo es -al mismo tiempo-   un hombre solo y una mujer desgarrada en el servil despojo de la carne. En la superficie, los bajos fondos son y serán siempre culpa de los otros.
            –La puta madre -blasfema el hombre-, cualquier día de estos me cago matando.
            “– ¿Ni un peso puedo llevar a mi casa, sin tener que humillarme?
            “– ¿A quien recurrir sin que tenga que ver gestos de desaprobación y escándalo?
            “–Ya se, al cura Roberto. Ese me parece gaucho, no podrá defraudarme.
            Fundó sus esperanzas en el último bastión que le quedaba, reducto de moral, al menos en apariencia, en medio de tanto fango. Llegó a la casa parroquial y tocó el timbre con un poco de miedo; “¿me escuchará el cura?” -interrogó a su propio silencio.
            La puerta se abre, un hombre fornido, cara de bonachón con parada de patovica, se para delante de él como infundiendo respeto.
            – ¿Ud. es el padre Roberto? -preguntó Ricardo decididamente.
            –Si -contestó el hombre- ¿Qué anda buscando?
            –Necesito hablar con Ud. Padre, es urgente.
            –Pase amigo -y acompañó con su brazo extendido la mirada que indicaba la puerta de su despacho.
            –Tome asiento y cuente, soy todo oídos.
            –Gracias padre, y disculpe mi aspecto, vengo de trabajar en el mercado de abasto y las papas me dejan medio negro y las cebollas un perfume no muy lindo  -acotó como para entrar en confianza.
            –No se preocupe amigo, hay cosas peores, se lo aseguro.
            –Bueno… mire, no sé como decirle, pero soy un travesti.
            – ¡A la puta! -se le escapó al cura el asombro en voz alta-, siga, siga, lo escucho.
            –Hace muchos años, cuando todavía era un niño, me violaba mi padrastro y me pegaba de antemano para que no cuente a nadie. Mi madre, de día lavaba ropa para afuera y de noche hacía platita trabajando en eso, que usted ya sabe. El la hacía trabajar y con la plata que ganaba compraba vino y cigarrillos, él no trabajaba.
            –“Yo me crié en ese ambiente, allá en la Villa, dónde todavía vivo. De chico nomás me quedé sin hermanos, porque murió uno que estaba enfermo no sé de qué, y mi hermana cuando tenía diez, la llevaron unos hombres en un auto. Mi mamá estaba contenta porque decía que había encontrado trabajo. Nunca más volví a verla. Así me crié, aunque siempre trabajé como burro; me junté con una mujercita que tiene tres hijos, ninguno mío, que cobra una pensión de su marido, porque es viuda.
            –“Yo hago changas en el mercado y los fines de semana me visto de mujer y “trabajo” en un bar nocturno. La única que no sabe es mi mujer y los chicos, después todo el mundo lo sabe.
            – ¡Mierda! ¡Qué historia! -dijo el cura que estaba pálido- ¿y en qué puedo ayudarte?
            –No quiero seguir con esta vida Padre, me duele en el alma, se lo juro que no es de mi agrado, sólo lo hago por necesidad y hasta por orgullo, si se quiere, porque no puede ser que una mujer me mantenga. Yo no soy como era mi padrastro.
            – ¿Cuantos años tenés, hijo?
            –Treinta.
            –Y pareces de cincuenta, pero todavía estás a tiempo de darle un flor de vuelco a tu vida -reflexionó el cura para darle ánimo-. Bueno, mirá, yo voy a darte un consejo: Contale a tu mujer, sin que estén presentes los niños; porque hay que sincerarse también con la gente que a uno lo rodea; estoy seguro que ella sabrá comprenderte. No tengas miedo, y no lo hagas más, prometete y prometele, y cuando se hayan calmado las cosas, vengan los dos a verme.
            Se abrió la puerta, y el grueso brazo del cura, pesado como una bolsa de papas,  le envolvió el cuello.
            –Hasta pronto, hijo, que Dios te bendiga y te acompañe. Voy a rezar por vos. Te lo prometo.
            En silencio, asintiendo sólo con la cabeza y después de unas palmaditas en la espalda, se alejó Ricardo con la vista clavada en el suelo.
            Llegó a la casita, con el verso estudiado de memoria. Esa misma noche le contaría a su mujer lo que había vivido durante el día. Era una emoción muy fuerte como para mantenerla por mucho tiempo; además se enfriaría.
            Cuando abrió la puerta, silencio de tumba. No había nadie. Buscó en el fondo y luego salió a la vereda a mirar si andaba por ahí alguno de los chicos, pero nada. Volvió al cuarto y se le dio por mirar en el ropero, para ver si se habían puesto la mejor ropa o andaban de entre casa. Grande fue la sorpresa cuando vio que estaba vacío; ni ropa, ni zapatillas, sólo un envoltorio en papel de diario que se aprestó a abrirlo rápidamente. Allí estaban su peluca, la maxifalda, los guantes blancos, la bijouterie y los maquillajes que producían a Sandra en el bar nocturno.
            – ¿Quién carajo será el hijo de puta…  -soltó su pregunta como un escupitajo de furia. Salió al patio y con la cara entre las manos, lloró amargamente su infortunio.
            Pensó en el oso, en Eugenia -la mucama-, en el Patrón, aunque eso era imposible, y también en alguna vecina mal parida de la villa; pero ninguno le cerraba.
            “– ¿Quién trajo todo esto? 
            Y con la duda y la bronca anudadas en la garganta, se fue al bar a buscar explicaciones. Cuando llegó, sus ojos quedaron fijos, duros como platos  en la faja que cruzaba la puerta con la leyenda “Clausurado”.
            Se sentó en el cordón de la vereda, desahuciado, sin encontrarle una vuelta a su caso. Al cabo de algunos largos minutos, tal vez una hora, se levantó y salió sin rumbo. Era una entelequia vacía que caminaba sobre unas piernas tambaleantes.
            El nuevo día lo sorprendió en un hospital, con dos policías de custodia a la par de la cama. Los brazos y el cuello vendado y una sucesión de frascos de sangre que procuraban devolver por sus venas el hálito de vida que se le escapaba.
            Su ficha personal registraba “NN” en la casilla de Apellido y Nombre, “Intento de suicidio” la carátula del expediente en trámite, y “pobre infeliz” en la conciencia colectiva de los que juzgan las miserias humanas como si ellos fueran de otro mundo.

La Curandera




Como dos mariposas azules en vuelo, las manos de la curandera avientan el humo de los sahumerios sobre el cuerpo de la paciente. Oraciones atropelladas que nombran supuestas deidades, brotan de su boca encendida de labial rojo furioso. Los ojos extraviados de la víctima de los maleficios, siguen los movimientos al borde del trance. Los alucinógenos estaban causando efecto.
            Son muy fuertes los amarres  -dijo la curandera-, esto no se desata tan fácilmente.
            Levante los brazos; respire hondo por la nariz y suelte por la boca  -le indicó con firmeza y fue suficiente: entró en sopor la joven.
            Llamó a los parientes y les recomendó que no la despertaran, que la dejen que se despierte sola, que con eso quedaría limpia; que tomara los tés indicados y que, si se mareaba, que no le de importancia, que así iba a curarse.
            La llevaron en vilo a la paciente, la recostaron en el sulky y volvieron a casa.
            Despertó de madrugada, con un fuerte dolor de cabeza y náuseas. Le dieron la poción y volvió a dormirse.
            Juanita  -la enferma- era una preadolescente. Hacía un tiempo que había empezado a manifestarse rara. Decía que tenía miedo y no quería quedar sola en la casa; de noche se iba a dormir con sus hermanos varones en otro cuarto, porque en el suyo veía “bultos”, y en una oportunidad creyó ver al diablo. Afligida su madre buscó auxilio en doña Cristina, la curandera.
            Juanita sabía bien lo que le pasaba, pero le habían recomendado que no hablara. A pesar de su inocencia se sentía herida, invadida por fantasmas que, como flechas envenenadas, le atravesaban el alma.
            A los pocos días de tratamiento quedaron en evidencia sus males: un aborto espontáneo sacó a luz los amarres y se armó el alboroto. Había que encontrar al culpable.
              ¡La niña recién tiene trece!  -alardeó la madre. Fortunato, su padre, guardaba silencio.          Los miedos no son todos iguales.
            Arrinconado Fortunato por las presiones, esa misma tarde ensilló un caballo y se fue a ver a la curandera, con la excusa de pedirle algunos detalles para hacer la denuncia en la policía.
            Al final del camino, una jauría de galgos desnutridos, echados en hoyuelos individuales distribuidos en el patio, anunció su llegada. Desde arriba del caballo, no más, golpeó las manos en la puerta de la empalizada y espió por entre las pencas de las tunas que aseguraban el perímetro de la casa.  Encendió un cigarrillo y esperó un rato. Desde la penumbra del alero y sin darle tiempo a que hablara, doña Cristina le disparó su sentencia irrevocable:
            Esas cosas yo no atiendo, vaya a ver al cura, que las cuestiones de conciencia requieren de otra terapia.
            Y como si hubieran remontado un arma, se escuchó el cerrojo de la puerta que se cerraba.
            A Fortunato Calderón, la voz de la curandera le sonó lapidaria. Un intenso escalofrío le recorrió la médula y una bandada de angustias que andaba suelta, hizo nido en su garganta. Al pegar la vuelta, un largo y lastimero aullido de los galgos selló la despedida. En la soledad del camino y mientras rumeaba su infortunio, el silencio del monte de a poco se le iba volviendo tropel en el pecho.
            Cuando el oscuro manto de la noche profundizó su negrura en el extremo opuesto de la vida; la bestia que montaba, desde su dócil mansedumbre, esperó el retrasado emerger del lucero para volver  sola a la casa.
            La curandera, en la convicción de sus saberes, le encendió una vela a san la muerte.