Como dos mariposas azules en vuelo, las manos de la curandera avientan el humo de los sahumerios sobre el cuerpo de la paciente. Oraciones atropelladas que nombran supuestas deidades, brotan de su boca encendida de labial rojo furioso. Los ojos extraviados de la víctima de los maleficios, siguen los movimientos al borde del trance. Los alucinógenos estaban causando efecto.
–Son
muy fuertes los amarres -dijo la
curandera-, esto no se desata tan fácilmente.
“–Levante los brazos; respire hondo por
la nariz y suelte por la boca -le indicó
con firmeza y fue suficiente: entró en sopor la joven.
Llamó a los parientes y les
recomendó que no la despertaran, que la dejen que se despierte sola, que con
eso quedaría limpia; que tomara los tés indicados y que, si se mareaba, que no
le de importancia, que así iba a curarse.
La llevaron en vilo a la paciente,
la recostaron en el sulky y volvieron
a casa.
Despertó de madrugada, con un fuerte
dolor de cabeza y náuseas. Le dieron la poción y volvió a dormirse.
Juanita -la enferma- era una preadolescente. Hacía un
tiempo que había empezado a manifestarse rara. Decía que tenía miedo y no
quería quedar sola en la casa; de noche se iba a dormir con sus hermanos
varones en otro cuarto, porque en el suyo veía “bultos”, y en una
oportunidad creyó ver al diablo. Afligida su madre buscó auxilio en doña Cristina,
la curandera.
Juanita sabía bien lo que le pasaba,
pero le habían recomendado que no hablara. A pesar de su inocencia se sentía
herida, invadida por fantasmas que, como flechas envenenadas, le atravesaban el
alma.
A los pocos días de tratamiento
quedaron en evidencia sus males: un aborto espontáneo sacó a luz los amarres y
se armó el alboroto. Había que encontrar al culpable.
– ¡La
niña recién tiene trece! -alardeó la
madre. Fortunato, su padre, guardaba silencio. Los
miedos no son todos iguales.
Arrinconado Fortunato por las
presiones, esa misma tarde ensilló un caballo y se fue a ver a la curandera,
con la excusa de pedirle algunos detalles para hacer la denuncia en la policía.
Al final del camino, una jauría de
galgos desnutridos, echados en hoyuelos individuales distribuidos en el patio, anunció
su llegada. Desde arriba del caballo, no más, golpeó las manos en la puerta de la
empalizada y espió por entre las pencas de las tunas que aseguraban el
perímetro de la casa. Encendió un
cigarrillo y esperó un rato. Desde la penumbra del alero y sin darle tiempo a
que hablara, doña Cristina le disparó su sentencia irrevocable:
–Esas
cosas yo no atiendo, vaya a ver al cura, que las cuestiones de conciencia
requieren de otra terapia.
Y como si hubieran remontado un
arma, se escuchó el cerrojo de la puerta que se cerraba.
A Fortunato Calderón, la voz de la
curandera le sonó lapidaria. Un intenso escalofrío le recorrió la médula y una
bandada de angustias que andaba suelta, hizo nido en su garganta. Al pegar la vuelta,
un largo y lastimero aullido de los galgos selló la despedida. En la soledad
del camino y mientras rumeaba su infortunio, el silencio del monte de a poco se
le iba volviendo tropel en el pecho.
Cuando el oscuro manto de la noche
profundizó su negrura en el extremo opuesto de la vida; la bestia que montaba, desde
su dócil mansedumbre, esperó el retrasado emerger del lucero para volver sola a la casa.
La curandera, en la convicción de
sus saberes, le encendió una vela a san la muerte.
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