De pronto se encontró sola frente a la pesada
puerta. Con solo tirar de la manija, la libertad quedaba a su alcance. Pero la
fuerza de sus brazos no le respondieron, o quizás sea que le faltó coraje.
Cansada volvió a su celda y se deslizó boca abajo sobre la cama, apenas por un
rato. Era la interna 234, de profesión odontóloga; procesada por homicidio.
“Volveré a intentarlo mañana”, pensó por un momento.
No sabía cómo quitarse de encima tanto lastre: el pesado
trabajo de la cocina, el lavadero, la sala de planchado, el ejercicio de su
profesión entre las internas y hasta las visitas de profilaxis de su marido,
eran minuciosamente vigiladas; y encima, como si fuera poco, los grilletes
ahogándole los pies hinchados por la fatiga.
“¿Cómo sería mi libertad? -Pensó en silencio-. Si consigo escaparme ¿podré acaso volver a ser
la de antes?
Y la duda clavó su aguijón en el centro neurálgico del
miedo.
Vencida por el cansancio, se quedó dormida.
El silencio hinchaba las paredes de la celda, sofocaba la
temperatura del minúsculo ambiente y en esa atmósfera densa, preñada de dudas,
flotaban todas las respuestas que no tenían cabida; ni en sueños.
Cerca del amanecer, los ruidos de los barrotes y de los
pasadores que abrían las puertas sonaban a diario como tamboriles que tocan a diana.
Los sueños, livianos como una pluma, se despejaban en un solo abrir de ojos.
Pero aquél día, todo sería distinto para ella.
– ¡234! -Retumbó la siniestra identidad en la acústica de
los pasillos sucios y profundos.
– ¡Presente señora! -Respondió la recluida con los labios
pegajosos y resecos, y el rostro dividido en franjas verticales contra las
rejas.
– ¡Un paso al frente! –indicó la celadora señalando con
la mano que sostenía la carpeta con la lista de las internas, mientras abría la
puerta del calabozo.
“–Hoy quedará libre
-le dijo-, vaya preparando sus cosas.
No sabía como tomar la noticia. La alegría le resultaba
un tanto apresurada y la posibilidad de un error, una fatalidad sin medida.
–Sí señora -contestó- y encendió la agónica luz de la
celda.
Lo primero que se le vino a la mente, fue levantar las
sábanas del camastro y doblar prolijamente las frazadas que habían quedado
amontonadas en un rincón desde el invierno. Luego recorrió con la mirada la
mesa y tomó el plato, la taza, la cuchara y el repasador pintado a mano que le
había regalado una amiga para el día de su cumpleaños. De la pared descolgó un ajado cuadro donde estaba ella con sus hijos y por
último, del pequeño tendedero que había hecho en la celda, su ropa interior aún
húmeda.
Metió todo en una bolsa de plástico blanco con letras
rojas que había llevado el primer día de reclusión, hacía ya unos dos años. La
leyenda de la bolsa decía “Stop” enmarcada en un hexágono de bordes rojos.
Luego se sentó en la banqueta en espera de la confirmación y de la orden de que pasara por
la guardia, le leyeran la resolución absolutoria y… a su alcance otra vez la
maldita libertad que le costó tantos dolores.
No sabía si alguien iba a estar esperándola. Quizás esté
el abogado, alguno de sus hijos, su marido; quizás todos, o tal vez ninguno. No
tenía experiencia en este tipo de cosas. De lo que sí estaba segura, era que la
valoración de la prueba le había jugado a su favor después de tanto tiempo. Al
fin y al cabo, había sido en legítima defensa, en un confuso episodio de
borrosa memoria.
Cuando tuvo lugar todo el trámite, en la sala de guardia la
oficial de justicia del Juzgado de primera nominación, le leyó con voz clara y
pausada:
–La cámara penal Nº 1, sala 2, de los tribunales ordinarios
de la Ciudad de C…
En simultáneo con la lectura del acta, bailó el
despertador sobre la atestada mesita de luz de su cuarto. Eran las seis de la
mañana, hora de empezar la rutina.
Sobresaltada, con el corazón dando tumbos entre la
espalda y el pecho, se sentó en la cama y, sosteniendo la cara entre sus manos,
esperó unos segundos para ubicarse. No sabía dónde estaba.
Miró la ventana, y una tenue luz de alborada penetraba
tímidamente a través de la trama de la cortina. Luego miró al frente: el espejo
de la cómoda le devolvía, desde otra perspectiva, la misma imagen y, en el
lecho aún tibio, la figura remolona de su marido que se acomodaba para dormir
otro ratito, hasta las siete.
–“Que lo parió
-expresó para sus fueros más íntimos-. ¡Qué sueño más horrible!
Se sentía fatigada y pegajosa, como si hubiera luchado
toda la noche. Se dio una ducha para terminar de despejarse, mientras pensaba
que las pesadillas, son el resultado de cómo se vive.
Cuando preparaba el desayuno, fue invadida
subrepticiamente por una emoción liberadora que desbloqueó todos sus sentidos. Impulsada por
esa fuerza extraordinaria, habló por
teléfono al trabajo y pidió permiso aduciendo estar indispuesta. Luego dejó todo como estaba y
volvió a la cama a provocar a su marido con
mimos insinuantes, hasta que desbordaron las pasiones.
A partir de ese día, decidió renunciar a todas sus
ambiciones y ser feliz como se merece.
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