Aclaración

Algunos relatos son adaptaciones de sucesos de la vida real. El nombre de los personajes y los sitios donde ocurrieron han sido cambiados; mientras que otros son pura creación, por lo que cualquier similitud con la realidad y sus protagonistas es sólo una simple coincidencia. Los nombres usados no hacen referencia a ninguna persona de existencia real en particular, y sus homónimos son totalmente ajenos a la historia que se cuenta.
Las ilustraciones han sido tomadas de la web y pertenecen, en algunos casos, a muralistas y otros son cuadros de Ernest Desclaz.

domingo, 4 de marzo de 2012

La calle angosta (795 Palabras)

La tarde estaba soleada. Desde el amplio ventanal del living, Ramiro miraba el inmenso parque que bullía de vida: los jóvenes de la tercera que practicaban aeróbic, los niños jugando a la pelota, una pareja de enamorados que parecían estrujarse el jugo de sus gargantas en un prolongado beso, y un grupo de perros orgiosos que hacían de las suyas.
    Desde esa posición vio a Isabel  -su esposa-  bajar del auto envuelta en una sábana y con los pies descalzos. Giró y esperó a que entrara.
    Ni bien abrió la puerta, le escupió en el rostro todo su veneno:
    –No me digas nada  -le dijo-, no quiero escuchar ni uno solo de tus estúpidos argumentos.
    “–Pongo a la Calle Angosta por testigo, si quieres, pero por favor no hables, que tu boca huele peor que tus coitos en la vía pública.
    Lívida, petrificada, y con las lágrimas hinchándole los  párpados, Isabel quedó sin palabras y sin aliento. Con los ojos nublados por el llanto, apenas pudo ver que Ramiro giró con violencia su silla de ruedas y se alejó por el pasillo a su cuarto.
    –Esperá Ramiro,  por favor, ¡decime qué pasa!
    Pero no obtuvo respuesta. El también lloraba.
    La Calle Angosta era un lugar emblemático. Un asentamiento villero de sucias paredes y oscuros laberintos que se pierden sinuosos en los pequeños patios, llenos de ropa extendida en los alambres, pedazos de juguetes abandonados y un pestilente olor a agua servida, como su marca registrada.
    Obreros sacrificados, señoras de su casa, prostitutas, drogadictos, ladronzuelos de toda laya y los niños del coro de la escuelita dominical del Reino, conviven en ese caldo hirviente de miserias humanas.
    Allí Isabel era catequista. Adoctrinaba a los jóvenes recuperados de diversas adicciones que minaban sus vidas, como consecuencia de una única causa: la devastadora exclusión social que obnubila toda razón y justicia.
    Ramiro había quedado parapléjico a causa de un accidente de tránsito. Se habían conocido con Isabel en la Facultad de Filosofía y Letras, donde ambos estudiaban. Ella, ocho años menor,  menuda y bonita, se enamoró de él en esas condiciones, lo que habla a las claras de su sensibilidad por los menos favorecidos. Los dos trabajaban como profesores en una escuela de orientación religiosa; él en Literatura y ella en Teología. Hacía dos años que estaban casados.
    Motivado por la imposibilidad de tener una vida sexual plena, Ramiro era víctima frecuente de celos y solía sufrir cuadros de histeria si Isabel llegaba a demorar un rato en regresar a casa. En ocasiones, salía por detrás de ella y, en complicidad con un remisero, la seguía. Eso pasó aquella tarde en  Calle Angosta. Se internó con el auto por el callejón sombrío y vio a una pareja que practicaba sexo en la vía pública, sin importarles el mundo, mucho menos las miradas insidiosas de las chusmas del barrio.
    Pasó despacio y pudo distinguir que la dama era Isabel, su esposa, la que jadeaba sin escrúpulos, abrazada a la sombra de una robusta espalda morena. Al menos, era su ropa, sus zapatos y hasta el bolso, que tirados a un costado, esperaban que la función terminara. La calle estaba desierta, pero las impúdicas imágenes se filtraban por las rendijas de las ventanas y penetraban como flechas en las retinas ávidas de escándalos.
    Isabel jamás pensó en traicionar a su marido, y menos con gente de la Calle Angosta. Ese día, como otras veces, había sido asaltada. Esta vez, despojada de todo.
    Desnuda en la calle, fue auxiliada por una vecina que arriesgando su propio cuero, le tiró una sábana encima. Pero… ¿cómo explicarlo ahora? 
    – ¡Ramiro, por favor, abrí la puerta Ramiro! -suplicaba entre histéricos sollozos la desconcertada Isabel.
    Del lado de adentro, sólo silencio. Las evidencias eran suficientes pero también había desgarro, impotencia, dolor indescriptible de un amor segado a ras de la superficie, sin posibilidad de reverdecer nuevamente.
    –Ramiro, por amor de Dios, dejame que te explique, no te pongas así, escuchame por favor te lo pido.
    Y se deslizó por la pared hasta caer sentada en el piso. Su cuerpo era un temblor que se retorcía espasmódicamente y sus lágrimas, cántaros inagotables de dolores irredentos.
    Isabel era ya una piltrafa cuando llegó la policía a su casa. Irrumpieron, casi con violencia, le mostraron la orden de allanamiento sin que ella tuviera la capacidad de leer y comprender y, derribando la puerta, se llevaron a Ramiro detenido, acusado de matar a tiros a un villero de la Calle Angosta.
    Presa de un ataque de nervios, Isabel golpeaba las paredes con sus manos y su cabeza que ya sangraba profusamente. Cuando los vecinos lograron controlarla, pidió que no la dejaran sola, porque sentía que el mundo era una débil cáscara que se resquebrajaba bajo sus pies aún descalzos.

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