Aclaración

Algunos relatos son adaptaciones de sucesos de la vida real. El nombre de los personajes y los sitios donde ocurrieron han sido cambiados; mientras que otros son pura creación, por lo que cualquier similitud con la realidad y sus protagonistas es sólo una simple coincidencia. Los nombres usados no hacen referencia a ninguna persona de existencia real en particular, y sus homónimos son totalmente ajenos a la historia que se cuenta.
Las ilustraciones han sido tomadas de la web y pertenecen, en algunos casos, a muralistas y otros son cuadros de Ernest Desclaz.

martes, 6 de marzo de 2012

La Viuda (2244 Palabras)

  
Aturdida, con lo ojos vanos de miradas perdidas en lejanías innecesarias, la viuda buscaba sosegar su dolor, taladrante y obsesivo.
    Recorría los primeros años de su matrimonio, refrescaba en su mente los sitios más queridos que oxigenaban las pasiones, y hasta evocaba con sutileza los olores y sonidos de aquellos placeres.
    Pero todo, todo era vano. El dolor más se agigantaba.
    Un día pensó que lo mejor sería traer también a la memoria los momentos difíciles; tal vez por ahí se deslizaba algún reproche no formulado a tiempo y que quizás, podría hacer sentir que no todo había sido tan perfecto; como aquella vez que lo sorprendió besándose con Celia, la empleada doméstica.
    Pero eso ya había sido perdonado en su momento, aunque para evitar ulterioridades tuvo que despedirla por falta de cordura.
    O aquella otra vez, cuando le tiraron un papel por debajo de la puerta que le recordaba:”No te olvides de depositar la cuota de alimentos”, pero eso, o fue una confusión, o una simple broma de mal gusto. Nada más que eso.
    No había caso, lo idealizaba demasiado. Había sido tan feliz, que consideraba que la maldita muerte no podría jamás dañar esa imagen de ángel que siempre vio en su marido.
    Para la tercera semana de luto, cuando según dicen los sicólogos, ya debería estar asumido el duelo; un simple llamado a la puerta le dio un giro inesperado a la historia: El cartero le traía una carta, certificada por expreso con aviso de retorno, que se apuró en abrir resueltamente.
Señora:
Adelina P. Fuentes de Vega:
S/ Póliza Nº 0000141…/5:
Le informamos que la solicitud interpuesta por Ud. por el cobro del seguro del acápite, le ha sido denegada en razón de existir una medida cautelar de no innovar que impide la disposición del dinero. Para mayor información, dirigirse a nuestras oficinas de lunes a viernes en horario comercial. Atentamente.
“Compañía de Seguros La Sólida S.R.L”
    Se cortaron los suspiros y empezó una larga procesión de averiguaciones, sospechas y prejuzgamientos.
    Se tomó unos días para hurgar papeles, reunir información que consideraba podría estar alcanzada por la medida, resúmenes de cuentas bancarias, escrituras, hipotecas saldadas, títulos enajenados, contratos caducos y cuanto había en la casa. Incluso llamó a su hijo que vivía en España para comentarle lo sucedido y, al mismo tiempo, consultarle por las dudas él supiera algo; pero no sabía nada.
    El jueves a primera hora, se presentó en las oficinas de la cita.
    –Buen día señora, ¿en qué podemos ayudarla? -sonó la voz dulce de la recepcionista de Mesa de Entadas y Salidas.
    –Buenos días señorita. Mire, yo vengo por este asunto  -y le mostró la carta.
    –Ah sí, pase por aquí por favor.
    Y la llevó por un largo pasillo hasta frente a una puerta, cuya placa acrílica rezaba con grandes caracteres: “Asesoría Legal”. Dos suaves golpecitos en la puerta y…
    –Pase por favor, el Dr. Gonzalo Pérez Agnello, atenderá su consulta.
    –Muchas gracias  -y despidió a la recepcionista con una sonrisa fingida.
    El Dr. Pérez Agnello se puso de pie y le extendió la mano.
    –Buen día señora, pase por favor, tome asiento.
    –Gracias.
    Un incipiente tiritamiento en los labios empezó a dar señales de nerviosismo, que el abogado captó de manera inmediata. Le miró  los ojos, luego las manos y le preguntó amablemente:
    – ¿Desea tomar un café señora?
    –Sí por favor -contestó ella-. Necesito tranquilizarme un poco.
    Le sirvió el café que tenía en la jarra de la cafetera, acompañado de una pequeña galleta dulce, y luego se sirvió a sí mismo. Echándose para atrás en el mullido sillón de su escritorio, con la tacita de café en la mano, el abogado dijo:
    –Cuénteme Señora, ¿cual es su caso?
    –Bueno, doctor, yo vine porque me llegó esta carta. Hace ya cerca de un mes quedé viuda y había presentado los papeles a la compañía para cobrar el seguro; porque como Ud. comprenderá, en estos casos uno queda económicamente muy mal, aparte del dolor que significa la muerte de un ser querido.
    –Comprendo Señora -dijo el letrado, y simuló leer la carta que él mismo había firmado.
    –Pues bien señora -dijo el Asesor-, aparentemente una demanda anterior, actualmente en el Juzgado Nº 4, ha originado que se dictara esta medida sobre los bienes gananciales de su extinto esposo en razón de una demanda. Raro que no se lo haya comunicado el mismo Juzgado a su marido cuando ocurrió el dictamen. ¿El nunca le comentó nada acerca de la posibilidad de algún embargo?
    –No doctor -dijo la mujer-, campaneando los dientes. Le tiritaba todo el cuerpo.
    –Cálmese señora, por favor -buscó una salida el abogado-. Yo le voy a hacer una carta al Dr. Sánchez Recalde, que es el Secretario del Juzgado, para que le informe sobre su caso. Tal vez haya habido algún mal entendido -acotó, como una forma elegante de sacársela de encima.
    –Le voy a-a-a-gradecer do-doctor –dijo la mujer tartamudeando.
    –Vaya por el Juzgado el lunes y pida hablar con el Dr. Sánchez Recalde, él ya estará enterado del caso -le dijo- y le recomiendo que, por cualquier cosa, vaya con un abogado.
    La acompañó hasta la recepción, ordenó que le pidieran un taxi y se despidió amablemente.
    Adelina sacó un pañuelo de su cartera y se secó las lágrimas y, disimuladamente, apretó la nariz retorciéndola con cortos movimientos hacia abajo.
    Al volver a su casa, tomo un vaso de una bebida fuerte sin saber que era lo que tomaba, buscando fortalecerse un poco; habló por teléfono con Julia, una amiga, pidiéndole que vaya esa noche a dormir a su casa para que la acompañara; luego tomó un tranquilizante y se recostó un rato.
    De la certeza del duelo, había pasado a la desesperación y al desconcierto en un abrir y cerrar de ojos. Esa noche, con su amiga, analizaron posibilidades, consultaron las guías de profesionales buscando abogado y obligadamente, trazaron un panorama a futuro, nada halagüeño, por cierto.
    A pesar de los ansiolíticos, la noche fue tensa. Al día siguiente, contactaron un profesional y lograron una entrevista: El Dr. Joaquín Romero Achával la representaría en el Juzgado.
     Munido de un poder total, el profesional comenzó su trabajo. Habló con el Secretario del Juzgado y tomó contacto con el expediente; su escueta carátula rezaba: “Celia Esther Ledesma c/ Agustín Medardo Vega sobre Ejecución Testamentaria”; y se interiorizó del caso. La viuda del demandado, Celia E. Ledesma, y que no era su mandante, estaba casada con Agustín M. Vega y tenían un hijo en común, Carlitos Manuel, discapacitado, y que habían sido abandonados por el extinto, aunque designados sus legítimos herederos.
    Agustín Medardo Vega, violando las leyes, estaba casado con ambas, con Celia, la heredera y con Adelina, la viuda que ahora lloraba su muerte en un mar de desconciertos.
    – ¡Ufff!  -resopló el abogado-. Además, bigamia.
    –Necesito una copia del expediente doctor-, le pidió al Secretario.
    –No hay problemas. Siga el procedimiento  -respondió Sánchez R.
    En casa de Celia, la viuda derechohabiente, se daba por sentado que su trámite judicial terminaría sin sobresaltos.
    Agustín y Celia se habían conocido en plena juventud cuando él trabajaba para una compañía petrolera en la Patagonia. Se casaron en un cálido verano de 1957, en aquellas inhóspitas tierras tan lejanas y yermas, que sólo la fuerza de la juventud les daba contenido. Diferentes situaciones los alejaban y volvían a encontrarlos como si estuvieran signados por los caprichos del destino; hasta que nació Carlitos Manuel con una severa discapacidad,  y que terminó siendo el detonante de todos los desencuentros.
    Tres años más tarde, en 1960, la empresa decidió encomendarle a Agustín una misión en Salta por unos meses, razón por la cual Celia se quedaría en Comodoro Rivadavia, en casa de sus padres.
    Ya en Salta, Agustín conoció a Adelina, quien tenía un hijo en soltera, y al cabo de unos pocos meses de noviazgo se casaron y él renunció a la compañía petrolera para dedicarse al comercio en la empresa de sus nuevos suegros.
    Sin embargo, Celia nunca estuvo dispuesta a perderlo y salió en su búsqueda. Le llevó cerca de dos  años dar con su paradero y, cuando se enteró que  se había casado con Adelina Fuentes, un grito de guerra le encrespó la sangre y juró venganza.
    Pero se tomó su tiempo y armó con detalles la argucia.
    Con su hijo de cuatro años en brazos, le apareció una noche en la casa como una que andaba buscando trabajo. Sin ningún tipo de escandalete ni dando muestras de reproche alguno, le habló más desde su corazón de madre que de esposa despechada, hasta que consiguió que la albergara como empleada doméstica cama adentro.
    Adelina era una mujer  muy sensible y rápidamente la conmovió aquel niño que se babeaba y  retorcía en brazos de su madre, por lo que no se opuso en lo más mínimo.
    La primera parte de la estrategia le había salido redondita: Hacer cabecera de playa en territorio enemigo con todos sus cañones apuntando al blanco. Carlitos Manuel, desde su dolorosa inocencia, sería la bandera de justicia que motorizaría la causa y, además, la seguridad económica para ambos una vez que la trompeta toque a silencio. En definitiva, el botín de guerra que le corresponde a los vencedores en toda contienda. Pero para que todo eso fuera posible, era necesaria una alianza:
    –Viviremos todos bajo el mismo techo  -fue la introducción del largo argumento de Celia-; yo guardaré el más absoluto silencio aunque el dolor me queme hasta los huesos, pero vamos al Juez y poné todos tus bienes gananciales a mi  nombre y de Carlos Manuel, tu hijo, como corresponde.
    “–Ya que como esposo no fuiste capaz de enfrentarte con las dificultades, al menos como padre responderás a las obligaciones; y en cuento a tu nueva esposa, que se quede con tus caricias y tus favores, que yo no los necesito, pero tenés que saber una sola cosa: yo no me rindo fácilmente, así que más te conviene que te sueltes a todos mis requerimientos”.
    Cinco meses más tarde, cuando tuvo lugar el despido por “falta de cordura”, ella regresó tranquila a su lugar de origen.
    Estaba convencida de que Agustín, a pesar de la distancia, sentiría de manera permanente sus constantes asedios y torturas sicológicas,  que imposibilitarían que  se volviera atrás ni siquiera en una coma de lo pactado; y se aseguró –además–  de no perderle el rastro.
     En casa de Adelina, la segunda viuda, las sospechas se dirigían por otros carriles. Pensaron en deudas de juego dado a sus frecuentes salidas a esos ambientes.
    Cuando llegó Romero Achával, el abogado, con los dos cuerpos del expediente bajo el brazo, parecía que un halo frío, perturbador y paralizante, se había adueñado hasta del aliento de los presentes. Fue, sin embargo, Julia la que disparó la pregunta:
    – ¿Hay novedades doctor?  -haciendo una mueca lo más parecida a una sonrisa.
    –Sí  -dijo el letrado-, déjeme sólo con la señora por favor.
    –Bien -dijo ella, me retiro-, y salió al patio trasero.
    Romero Achával empezó a contar la historia, tal cual la describía el expediente, con la profunda convicción de que así zafaría lo más rápido posible de ese embrollo, aunque para la viuda fuera el mismo infierno el que ardiera.
    No se había equivocado. En menos de veinte minutos, la casa era un convulsionado territorio por donde desfilaban amigos, vecinos, parientes, paramédicos y ambulancias.
    Algunas semanas después de este desgarrador suceso, la viuda humillada en lo afectivo y estafada en lo económico, sin decírselo a nadie, decidió ejecutar lo planeado mientras estaba bajo vigilancia médica y sicológica.
    Era lo único que le devolvería el equilibrio emocional después de tanto duelo.
    Un día después de su alta médica, compró un hermoso ramo de flores y se dirigió al cementerio a visitar la tumba. Su andar lento y reflexivo, sus grandes anteojos oscuros y su ropa negra, el ramo de flores estrechado contra el pecho y un rosario de cuentas que se balanceaba entre sus manos al ritmo de sus rezos, sólo movían al recogimiento de las pocas personas que la vieron caminar en dirección al mausoleo.
    Al llegar a la bóveda, miró para todos lados asegurándose que nadie estuviera lo demasiado cerca como par advertir sus movimientos; con disimulo sacó una  botellita que escondía dentro del ramo y repartió las flores en los floreros de las tumbas vecinas. Luego abrió la puerta del monumento, entró y la entornó un poco para evitar miradas indiscretas.
    Detrás de las cortinas que cubrían los cristales de la puerta, se sacó los anteojos, se soltó el pelo que llevaba recogido, se quitó la ropa negra dejando  la ropa de colores vivos que llevaba puesta debajo, y la colocó sobre el féretro que estaba tapado con un mantel blanco calado con las iniciales del extinto. Luego se pintó un poco los labios y se extendió un ligero rubor por la cara. Se acomodó bien la ropa, y roció el ataúd y la ropa negra que se había quitado con la nafta que llevaba en la botellita. Sacó más de medio cuerpo hacia fuera, volvió a mirar para todos lados, y al ver que nadie andaba cerca, raspó el fósforo y lo arrojó sobre las cosas ya mojadas. Apenas las vio arder en azulosas llamaradas, sintió que escribía con letras de fuego el más sincero de los epitafios: “-Ahora, que te lloren los diablos ¡hijo de puta!
    Y desapareció por los laberínticos pasillos,  entre las tumbas heladas de silencios.

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