La soleada avenida de
ingreso al parque, se erigía a su vez como el portal de aquella villa asentada
en las afueras de la ciudad bulliciosa. Hombres y mujeres de todas las edades
pululan sin rumbo por sus callecitas sucias y polvorientas, como una marea
oscura de identidades inciertas.
A la noche, cuando la villa duerme albergando en sus cuchitriles
a los desvalidos, la gran ciudad se convierte en un refugio de almas y
desalmados que gruñen cada uno a su manera, buscando quedar satisfechos
aboliendo la ley de los prejuicios.
Sandra, atornillada a la barra del bar, espera. Sus ojos
lucen todos los brillos que su alma no puede, y en sus manos, los largos
guantes blancos disimulan los callos de la fajina diaria.
–Servime un trago -le pide casi ordenando al barman de brazos peludos como un oso de peluche
y que le valieron el apelativo de “oso”.
–Todavía no -le
dice- es temprano.
–Pero si ya son las dos de la mañana -replicó la dama.
–Hoy es viernes de feriado largo, no está asegurada la
clientela -dijo el barman.
– ¡Que lo reparió!, no lo tuve en cuenta. No debería
haber venido.
–Esperá un poco, loca, no seas impaciente.
–Es que no tengo un mango, y encima tengo los chicos un
poco enfermos.
Fueron pasando los minutos, cada vez más largos, y la
noche fue apagando sus sones de a poco, como si se le estuvieran agotando las
pilas.
De los escasos clientes que desfilaron por el bar,
algunos arriesgaban sus monedas en el
rincón de la timba, pero ninguno requirió sus servicios. Sandra, desilusionada,
se arrancó con furia la peluca y se lavó la cara en la pileta del patio, en los
fondos del tugurio, y volvió a su casa. Entró a hurtadillas para que nadie se
despertara. Se puso la ropa de fajina y tomó unos mates antes de ir al mercado,
a ver si podía estibar algo y traer aunque sea pan a su casa. Ahora era
Ricardo.
– ¿Qué haces guacho? -El saludo de rutina entre los estibadores.
–Qué haces -fue la respuesta sacada a desgano.
– ¡Eh! ¿Qué pasa? -preguntaron a coro-, ¿No “comiste” nada
anoche? -y estallaron las carcajadas.
–Váyanse a la mierda -fue su última respuesta y se cortó
el diálogo.
Ricardo llevaba una doble vida; todos lo sabían en el
mercado, en el bar nocturno, en la villa, menos en su casa. Códigos de una vida
dura que de tanto en tanto se reserva los detalles, para soltarlos cuando la
ocasión sea más oportuna. Prejuicios y veneno de víbora se sirven en el mismo
plato.
Ricardo retuerce en silencio su historia: violado cuando
niño, golpeado por su padrastro y ahora juntado por necesidad con una mujer que
lo “banca” pero tiene hijos de otro.
En el fondo, en esa simbiosis de personajes en litigio
permanente, Ricardo es -al mismo tiempo- un
hombre solo y una mujer desgarrada en el servil despojo de la carne. En la
superficie, los bajos fondos son y serán siempre culpa de los otros.
–La puta madre -blasfema el hombre-, cualquier día de
estos me cago matando.
“– ¿Ni un peso puedo llevar a mi casa, sin tener que
humillarme?
“– ¿A quien recurrir sin que tenga que ver gestos de
desaprobación y escándalo?
“–Ya se, al cura Roberto. Ese me parece gaucho, no podrá
defraudarme.
Fundó sus esperanzas en el último bastión que le quedaba,
reducto de moral, al menos en apariencia, en medio de tanto fango. Llegó a la
casa parroquial y tocó el timbre con un poco de miedo; “¿me escuchará el cura?”
-interrogó a su propio silencio.
La puerta se abre, un hombre fornido, cara de bonachón con
parada de patovica, se para delante de él como infundiendo respeto.
– ¿Ud. es el padre Roberto? -preguntó Ricardo
decididamente.
–Si -contestó el hombre- ¿Qué anda buscando?
–Necesito hablar con Ud. Padre, es urgente.
–Pase amigo -y acompañó con su brazo extendido la mirada
que indicaba la puerta de su despacho.
–Tome asiento y cuente, soy todo oídos.
–Gracias padre, y disculpe mi aspecto, vengo de trabajar
en el mercado de abasto y las papas me dejan medio negro y las cebollas un
perfume no muy lindo -acotó como para
entrar en confianza.
–No se preocupe amigo, hay cosas peores, se lo aseguro.
–Bueno… mire, no sé como decirle, pero soy un travesti.
– ¡A la puta! -se le escapó al cura el asombro en voz
alta-, siga, siga, lo escucho.
–Hace muchos años, cuando todavía era un niño, me violaba
mi padrastro y me pegaba de antemano para que no cuente a nadie. Mi madre, de
día lavaba ropa para afuera y de noche hacía platita trabajando en eso, que
usted ya sabe. El la hacía trabajar y con la plata que ganaba compraba vino y
cigarrillos, él no trabajaba.
–“Yo me crié en ese ambiente, allá en la Villa, dónde
todavía vivo. De chico nomás me quedé sin hermanos, porque murió uno que estaba
enfermo no sé de qué, y mi hermana cuando tenía diez, la llevaron unos hombres
en un auto. Mi mamá estaba contenta porque decía que había encontrado trabajo.
Nunca más volví a verla. Así me crié, aunque siempre trabajé como burro; me
junté con una mujercita que tiene tres hijos, ninguno mío, que cobra una pensión
de su marido, porque es viuda.
–“Yo hago changas en el mercado y los fines de semana me
visto de mujer y “trabajo” en un bar nocturno. La única que no sabe es mi mujer
y los chicos, después todo el mundo lo sabe.
– ¡Mierda! ¡Qué historia! -dijo el cura que estaba pálido-
¿y en qué puedo ayudarte?
–No quiero seguir con esta vida Padre, me duele en el
alma, se lo juro que no es de mi agrado, sólo lo hago por necesidad y hasta por
orgullo, si se quiere, porque no puede ser que una mujer me mantenga. Yo no soy
como era mi padrastro.
– ¿Cuantos años tenés, hijo?
–Treinta.
–Y pareces de cincuenta, pero todavía estás a tiempo de
darle un flor de vuelco a tu vida -reflexionó el cura para darle ánimo-. Bueno,
mirá, yo voy a darte un consejo: Contale a tu mujer, sin que estén presentes
los niños; porque hay que sincerarse también con la gente que a uno lo rodea;
estoy seguro que ella sabrá comprenderte. No tengas miedo, y no lo hagas más,
prometete y prometele, y cuando se hayan calmado las cosas, vengan los dos a
verme.
Se abrió la puerta, y el grueso brazo del cura, pesado
como una bolsa de papas, le envolvió el
cuello.
–Hasta pronto, hijo, que Dios te bendiga y te acompañe.
Voy a rezar por vos. Te lo prometo.
En silencio, asintiendo sólo con la cabeza y después de unas
palmaditas en la espalda, se alejó Ricardo con la vista clavada en el suelo.
Llegó a la casita, con el verso estudiado de memoria. Esa
misma noche le contaría a su mujer lo que había vivido durante el día. Era una
emoción muy fuerte como para mantenerla por mucho tiempo; además se enfriaría.
Cuando abrió la puerta, silencio de tumba. No había
nadie. Buscó en el fondo y luego salió a la vereda a mirar si andaba por ahí
alguno de los chicos, pero nada. Volvió al cuarto y se le dio por mirar en el
ropero, para ver si se habían puesto la mejor ropa o andaban de entre casa. Grande
fue la sorpresa cuando vio que estaba vacío; ni ropa, ni zapatillas, sólo un
envoltorio en papel de diario que se aprestó a abrirlo rápidamente. Allí estaban
su peluca, la maxifalda, los guantes blancos, la bijouterie y los maquillajes que producían a Sandra en el bar
nocturno.
– ¿Quién carajo será el hijo de puta… -soltó su pregunta como un escupitajo de
furia. Salió al patio y con la cara entre las manos, lloró amargamente su
infortunio.
Pensó en el oso, en Eugenia -la mucama-, en el Patrón, aunque
eso era imposible, y también en alguna vecina mal parida de la villa; pero
ninguno le cerraba.
“– ¿Quién trajo todo esto?
Y con la duda y la bronca anudadas en la garganta, se fue
al bar a buscar explicaciones. Cuando llegó, sus ojos quedaron fijos, duros
como platos en la faja que cruzaba la
puerta con la leyenda “Clausurado”.
Se sentó en el cordón de la vereda, desahuciado, sin
encontrarle una vuelta a su caso. Al cabo de algunos largos minutos, tal vez
una hora, se levantó y salió sin rumbo. Era una entelequia vacía que caminaba
sobre unas piernas tambaleantes.
El nuevo día lo sorprendió en un hospital, con dos
policías de custodia a la par de la cama. Los brazos y el cuello vendado y una
sucesión de frascos de sangre que procuraban devolver por sus venas el hálito
de vida que se le escapaba.
Su ficha personal registraba “NN” en la casilla de
Apellido y Nombre, “Intento de suicidio” la carátula del expediente en trámite,
y “pobre infeliz” en la conciencia colectiva de los que juzgan las miserias
humanas como si ellos fueran de otro mundo.