Aclaración

Algunos relatos son adaptaciones de sucesos de la vida real. El nombre de los personajes y los sitios donde ocurrieron han sido cambiados; mientras que otros son pura creación, por lo que cualquier similitud con la realidad y sus protagonistas es sólo una simple coincidencia. Los nombres usados no hacen referencia a ninguna persona de existencia real en particular, y sus homónimos son totalmente ajenos a la historia que se cuenta.
Las ilustraciones han sido tomadas de la web y pertenecen, en algunos casos, a muralistas y otros son cuadros de Ernest Desclaz.

viernes, 3 de noviembre de 2017

Río Los Talas


Era tiempo de invierno. Tiempo de arreos de hacienda a Tucumán donde se concentraban las partidas llegadas de diferentes lugares y que luego se exportarían al norte salitrero Chileno. Corrían los últimos años del siglo XIX.
Pedro y Alfonso Adauto eran dos hermanos que se “conchababan” todos los años para estos menesteres, aparte de trabajar en sus tierras donde producían sus propios animales para la venta. Habían salido con otros arrieros tras las reses de don Juan Ramón Pastoriza, un acaudalado estanciero heredero de encomiendas. Pedro, el más avezado y el de mayor confianza del patrón, era el capataz general de la cuadrilla.  Se encargaba de la entrega de la hacienda y de recibir la paga una vez cumplidos los trámites y abonar los jornales ganados por el plantel de arrieros, para que cada uno pudiera disponer de efectivo y realizar algunas compras, si eso estaba en sus planes.
Cumplido con éxito el cometido, los hermanos Adauto emprendieron el regreso. Una fría tarde de Julio, con la helada cayendo desde temprano, obligó a la peonada a munirse de algunos porrones de ginebra para abrigarse por dentro, ya que por fuera se le encomendaba a los ponchos la tarea de darles tibieza.
El grupo se fue diseminando de a poco. Algunos se quedaban en Tucumán y otros, a medida que avanzaban, iban agarrando por caminos más cortos hacia sus ranchos. Pedro y Alfonso, a eso de la media noche y ya solos en el camino, arribaron a Río Los Talas.
Río Los Talas era un sitio casi obligado para descansar un rato, dar de beber a los caballos y emprender la subida a las sierras. El camino ya se hacía más dificultoso y el monte, tupido y espinudo, agregaba un extra a la extenuante subida. Pero no sólo eso significaba Río Los Talas en la vida de los arrieros de todos los tiempos. También ocupaba un lugar significativo en el imaginario de los arrieros; pues se decía que, como consecuencia de desavenencias por la paga, malos tratos u otras diferencias que el alcohol ingerido ayudaba a encender, más de uno entregó el pellejo en reyertas insalvables en este paraje.
Al arribar Pedro y Alfonso, de lejos nomás, divisaron un fueguito encendido en medio de los matorrales.
-Parece que se nos han adelantao algunos –opinó Pedro
-Deben ser los Ledesma –pensó en voz alta Alfonso–, ellos siempre cortan por las picadas.
Pero cuando se acercaron, vieron que eran cuatro personas y que estaban sentadas en cuclillas a la orilla del fuego, cubriéndose las rodillas con sus ponchos y estirando las manos, como acariciando las llamas de la fogata. Lo extraño era que no había caballos atados o desensillados como para pensar que estaban descansando.
-¡Epa amigo! –gritó Alfonso como para provocar un acercamiento, pero no obtuvo respuesta. El crepitar del fuego deformaba los rostros y no pudieron reconocer a ninguno. Con un poco de recelo, siguieron unos metros más adelante y se bajaron de los caballos, tiraron las riendas al suelo y se acercaron con sigilo.
-¡Convide un poco de fuego amigazo!  -fue la intervención de Pedro buscando el convite, pero todo fue silencio. Pegado uno a la par del otro, los hermanos arremetieron abriendo los matorrales iluminados por un color naranja azulado; y se sorprendieron al ver que no había tales personas, y que el fuego sólo eran cuatro velas encendidas al pie de una cruz de palo vencida por los años. Con apuro se santiguaron y sin decir palabra, volvieron a sus caballos y de un solo salto se acomodaron en las monturas y clavaron espuelas. Galoparon un largo trecho. Sólo el ruido de los cascos entre las piedras, marcaba el ritmo del retorno.  Uno tras otro, los caballos seguían la senda marcada por los años de tantos arreos de los que ellos también eran herederos.
Cuando llegaron a un abra en la espesura, Pedro sujetó las riendas y se dejó alcanzar sin ver la hora de emitir alguna palabra que le hiciera caer en la cuenta que aún estaba vivo. Grande fue su sorpresa cuando vio que el moro de Alfonso venía sin jinete.
-¡Ave María Purísima! –expresó con angustia Pedro y se quedó observando el caballo que conservaba su apero bien puesto, aunque le faltaban las alforjas.
Bastaron unos pocos segundos para que cayera en la cuenta de que algo malo había pasado. Ató el caballo de Alfonso a la cincha de su zaino negro y regresó despacio, pensando, tratando de sacar conclusiones. Eran cuatro los que se estaban calentando en el fuego de Río Los Talas. De ser los Ledesma, ellos eran tres, ¿y el cuarto?, no había otro de esta arriada que pudiera venir por este camino, a no ser que alguien hubiera decidido acompañarlos pero... ¿y los caballos?
Sujetó y decidió esperar a que amaneciera para poder ver las huellas. El alba había empezado a clarear el cielo por el lado del llano. La noche se amontonaba a sus espaldas y los últimos chiflidos de las lechuzas iban perdiendo fuerza a medida que los zorros convocaban a sus manadas para la cacería temprana.
-¡La puta madre! –se quejaba Pedro y algunas lágrimas de impotencia bordeaban sus párpados desvelados.
Amaneció. Lenta la luna empezó a asomar y los coros del bosque se volvieron estridentes y molestos cuando lo que más se necesitaba era silencio. Pedro animó al zaino y siguieron desandando la huella. Agachado, casi pegado al cogote del caballo, Pedro buscaba huellas que le indicaran hasta donde vino montado el moro y algunos otros rastros que pudieran darle alguna pista. Era tanta la abstracción en la que se encontraba el hombre, que no se dio cuenta de que ya estaba otra vez en Río Los Talas. No alcanzó a enderezarse cuando el caballo que montaba corcoveó espantado y el que traía de tiro lo encaró al zaino por el lado de las ancas e hizo que Pedro cayera al suelo. Agatas pudo incorporarse de en medio de las patas de los caballo y entonces vio a su hermano Alfonso que, cuchillo en mano, lo tomó del cuello y le exigió que le entregara la plata. Pedro, de un empujón se lo sacó de encima.
-¡Que te pasa carajo! –increpó a Alfonso
-Dame la plata o te c… matando aquí nomás –fue la decidida respuesta.
Y se trenzaron en una feroz lucha. Ambos armados, hacían relucir sus facones que muy pronto se fueron apagando con el carmín sedoso de las sangres. Pedro recibió un mortal puntazo que le partió el corazón, mientras Alfonso tenía un profundo corte en el cuello que le sangraba peligrosamente. Como pudo, cargó a su hermano muerto sobre el apero del caballo y apenas si pudo montar el de él, para luego desplomarse inerme.
A media mañana, los Ledesma pasaban por Río Los Talas y se encontraron con el dantesco cuadro. Sin tener idea de lo que pudo haber pasado y entre diversas conjeturas, amarraron los cuerpos a los caballos de los difuntos y los llevaron de tiro para entregarlos a sus familias. El penoso viaje les demandó el día entero.
Al anochecer, los perros del rancherío lloraban lastimosamente y un eco de cascos, pesados y cansinos, viajaba por las quebradas donde los arroyos surcan su obstinado derrotero.
En las casas, nadie esperaba tan tremenda noticia. Los hombres muertos guardaban en el mutismo eterno, la razón o la sin razón de la tragedia. 
           Había ahora que completar los trámites de rigor y para eso era necesario bajar al pueblo. Otra vez, paso obligado por Río Los Talas, camino preñado de preguntas sin respuestas y un presagio de agoreros dando vueltas por las conciencias. Zenón Adauto, el padre de los hermanos muertos, se encargaría de los trámites. Bien temprano y mientras se desarrollaba el velorio, partió hacia el poblado. No se detuvo en Río Los Talas, aunque pensó que quizás debía colocar un par de cruces para perpetuar el recuerdo de sus hijos, pero eso sería más adelante. Una vez en el pueblo, acudió primero al Juez de Paz, luego al comisario y por último al cura. Nada dejó librado al azar. Al juez le informó de las circunstancias, al comisario le comentó acerca de sus sospechas y al cura le pidió misericordia para sus almas.