Era tiempo de invierno. Tiempo de
arreos de hacienda a Tucumán donde se concentraban las partidas llegadas de
diferentes lugares y que luego se exportarían al norte salitrero Chileno.
Corrían los últimos años del siglo XIX.
Pedro y Alfonso Adauto eran dos
hermanos que se “conchababan” todos los años para estos menesteres, aparte de
trabajar en sus tierras donde producían sus propios animales para la venta.
Habían salido con otros arrieros tras las reses de don Juan Ramón Pastoriza, un
acaudalado estanciero heredero de encomiendas. Pedro, el más avezado y el de
mayor confianza del patrón, era el capataz general de la cuadrilla. Se encargaba de la entrega de la hacienda y
de recibir la paga una vez cumplidos los trámites y abonar los jornales ganados
por el plantel de arrieros, para que cada uno pudiera disponer de efectivo y
realizar algunas compras, si eso estaba en sus planes.
Cumplido con éxito el cometido, los
hermanos Adauto emprendieron el regreso. Una fría tarde de Julio, con la helada
cayendo desde temprano, obligó a la peonada a munirse de algunos porrones de
ginebra para abrigarse por dentro, ya que por fuera se le encomendaba a los
ponchos la tarea de darles tibieza.
El grupo se fue diseminando de a
poco. Algunos se quedaban en Tucumán y otros, a medida que avanzaban, iban
agarrando por caminos más cortos hacia sus ranchos. Pedro y Alfonso, a eso de
la media noche y ya solos en el camino, arribaron a Río Los Talas.
Río Los Talas era un sitio casi
obligado para descansar un rato, dar de beber a los caballos y emprender la
subida a las sierras. El camino ya se hacía más dificultoso y el monte, tupido
y espinudo, agregaba un extra a la extenuante subida. Pero no sólo eso
significaba Río Los Talas en la vida de los arrieros de todos los tiempos.
También ocupaba un lugar significativo en el imaginario de los arrieros; pues
se decía que, como consecuencia de desavenencias por la paga, malos tratos u
otras diferencias que el alcohol ingerido ayudaba a encender, más de uno entregó
el pellejo en reyertas insalvables en este paraje.
Al arribar Pedro y Alfonso, de lejos
nomás, divisaron un fueguito encendido en medio de los matorrales.
-Parece que se nos han adelantao algunos –opinó Pedro
-Deben ser los Ledesma –pensó en voz
alta Alfonso–, ellos siempre cortan por las picadas.
Pero cuando se acercaron, vieron que eran cuatro personas y
que estaban sentadas en cuclillas a la orilla del fuego, cubriéndose las
rodillas con sus ponchos y estirando las manos, como acariciando las llamas de
la fogata. Lo extraño era que no había caballos atados o desensillados como
para pensar que estaban descansando.
-¡Epa amigo! –gritó Alfonso como para
provocar un acercamiento, pero no obtuvo respuesta. El crepitar del fuego
deformaba los rostros y no pudieron reconocer a ninguno. Con un poco de recelo,
siguieron unos metros más adelante y se bajaron de los caballos, tiraron las
riendas al suelo y se acercaron con sigilo.
-¡Convide un poco de fuego
amigazo! -fue la intervención de Pedro
buscando el convite, pero todo fue silencio. Pegado uno a la par del otro, los
hermanos arremetieron abriendo los matorrales iluminados por un color naranja azulado;
y se sorprendieron al ver que no había tales personas, y que el fuego sólo eran
cuatro velas encendidas al pie de una cruz de palo vencida por los años. Con
apuro se santiguaron y sin decir palabra, volvieron a sus caballos y de un solo
salto se acomodaron en las monturas y clavaron espuelas. Galoparon un largo
trecho. Sólo el ruido de los cascos entre las piedras, marcaba el ritmo del
retorno. Uno tras otro, los caballos
seguían la senda marcada por los años de tantos arreos de los que ellos también
eran herederos.
Cuando llegaron a un abra en la
espesura, Pedro sujetó las riendas y se dejó alcanzar sin ver la hora de emitir
alguna palabra que le hiciera caer en la cuenta que aún estaba vivo. Grande fue
su sorpresa cuando vio que el moro de Alfonso venía sin jinete.
-¡Ave María Purísima! –expresó con
angustia Pedro y se quedó observando el caballo que conservaba su apero bien
puesto, aunque le faltaban las alforjas.
Bastaron unos pocos segundos para que
cayera en la cuenta de que algo malo había pasado. Ató el caballo de Alfonso a
la cincha de su zaino negro y regresó despacio, pensando, tratando de sacar conclusiones.
Eran cuatro los que se estaban calentando en el fuego de Río Los Talas. De ser
los Ledesma, ellos eran tres, ¿y el cuarto?, no había otro de esta arriada que
pudiera venir por este camino, a no ser que alguien hubiera decidido
acompañarlos pero... ¿y los caballos?
Sujetó y decidió esperar a que
amaneciera para poder ver las huellas. El alba había empezado a clarear el
cielo por el lado del llano. La noche se amontonaba a sus espaldas y los
últimos chiflidos de las lechuzas iban perdiendo fuerza a medida que los zorros
convocaban a sus manadas para la cacería temprana.
-¡La puta madre! –se quejaba Pedro y
algunas lágrimas de impotencia bordeaban sus párpados desvelados.
Amaneció. Lenta la luna empezó a
asomar y los coros del bosque se volvieron estridentes y molestos cuando lo que
más se necesitaba era silencio. Pedro animó al zaino y siguieron desandando la
huella. Agachado, casi pegado al cogote del caballo, Pedro buscaba huellas que
le indicaran hasta donde vino montado el moro y algunos otros rastros que pudieran
darle alguna pista. Era tanta la abstracción en la que se encontraba el hombre,
que no se dio cuenta de que ya estaba otra vez en Río Los Talas. No alcanzó a
enderezarse cuando el caballo que montaba corcoveó espantado y el que traía de
tiro lo encaró al zaino por el lado de las ancas e hizo que Pedro cayera al
suelo. Agatas pudo incorporarse de en medio de las patas de los caballo y entonces
vio a su hermano Alfonso que, cuchillo en mano, lo tomó del cuello y le exigió
que le entregara la plata. Pedro, de un empujón se lo sacó de encima.
-¡Que te pasa carajo! –increpó a
Alfonso
-Dame la plata o te c… matando aquí
nomás –fue la decidida respuesta.
Y se trenzaron en una feroz lucha.
Ambos armados, hacían relucir sus facones que muy pronto se fueron apagando con
el carmín sedoso de las sangres. Pedro recibió un mortal puntazo que le partió
el corazón, mientras Alfonso tenía un profundo corte en el cuello que le
sangraba peligrosamente. Como pudo, cargó a su hermano muerto sobre el apero
del caballo y apenas si pudo montar el de él, para luego desplomarse inerme.
A media mañana, los Ledesma pasaban
por Río Los Talas y se encontraron con el dantesco cuadro. Sin tener idea de lo
que pudo haber pasado y entre diversas conjeturas, amarraron los cuerpos a los
caballos de los difuntos y los llevaron de tiro para entregarlos a sus
familias. El penoso viaje les demandó el día entero.
Al anochecer, los perros del
rancherío lloraban lastimosamente y un eco de cascos, pesados y cansinos, viajaba
por las quebradas donde los arroyos surcan su obstinado derrotero.
En las casas, nadie esperaba tan tremenda noticia. Los
hombres muertos guardaban en el mutismo eterno, la razón o la sin razón de la
tragedia.
Había ahora que completar los trámites de rigor y para eso era necesario bajar al pueblo. Otra vez, paso obligado por Río Los Talas, camino preñado de preguntas
sin respuestas y un presagio de agoreros dando vueltas por las conciencias.
Zenón Adauto, el padre de los hermanos muertos, se encargaría de los trámites.
Bien temprano y mientras se desarrollaba el velorio, partió hacia el poblado.
No se detuvo en Río Los Talas, aunque pensó que quizás debía colocar un par de
cruces para perpetuar el recuerdo de sus hijos, pero eso sería más adelante.
Una vez en el pueblo, acudió primero al Juez de Paz, luego al comisario y por
último al cura. Nada dejó librado al azar. Al juez le informó de las
circunstancias, al comisario le comentó acerca de sus sospechas y al cura le
pidió misericordia para sus almas.