Ese día había ido resuelto a terminar con ella. Ya no la amaba. El perfume de su pelo, sus labios siempre dispuestos al beso y esa sonrisa con la que me recibía en cada cita, inexplicablemente habían perdido el encanto. Si alguien me preguntara cual es la razón de ello, no sabría responderle, ni yo mismo encuentro la repuesta, pero es mejor para ambos –me dije – que sea ahora, antes que la herida sea lacerante.
Llegué y traté, esforzadamente, de mostrarme hosco. No era esa la manera habital de llegar, pero tenía que disparar el momento. Apurar los tiempos.
Su sonrisa, sus labios dispuestos al beso y el aroma de su pelo, me envolvieron por completo, pero no me importó. Era ahora o nunca.
-Debemos terminar esto –le dije sin rodeos-. Siento que ya no te amo y prefiero asumir este momento, antes de causarte daño; después de todo, no lo mereces.
Inexplicablemente, su sonrisa no se desdibujó ni un milímetro.Sus labios, lejos de temblar como una pajarillo herido, buscaron los míos y su negro pelo destilaba como nunca el aroma de mil madreselvas encendidas de idilio.
Traté de apartarla apoyando con suavidad mi mano en su pecho y cambié la cara mezquinando mi boca.
-Vamos –le dije-, todo ha terminado.
-Vamos- me respondió- y nos alejamos.
Volví a mi casa y respiré aliviado. No había sido tan traumático, después de todo –pensé- y tomé un libro para que me ayudara a conciliar el sueño.
Cerca del día, desperté sobresaltado. Me pareció que alguien o algo rosó mi cara y un olor a madreselvas se instaló en mi nariz de manera persistente. Me levanté de un salto. Me vestí y salí corriendo, instintivamente, al lugar de los encuentros. Pensé lo peor y un dejo de culpa empezó a ganarse en mi pecho. La ciudad me parecía vacía, la luz de las farolas de la plaza, otrora tan nuestra, eran mortecinos pabilos bajo la niebla matinal de Julio y, al frío de la madrugada, se le sumaba el desconcierto y la locura que había empezado a rondar mis pensamientos.
De repente vi su silueta pasar por detrás de las glorietas y otra vez el aroma de su pelo suelto me asaltó los sentidos. Grité. Primero fue un alarido, luego alcancé a balbucear su nombre y después, un dolor taladrante me perforó el pecho.
Una tromba enmarañada de luces y sombras me fue tragando, y un calor sofocante me asfixiaba sin clemencia. Desperté de nuevo y busqué reconocer los rostros entre las figuras humanoides que me rodeaban. Todo era confusión y preludio de muerte, hasta que vi, en el suburbio de la vida, su sonrisa indefectible y sus labios inexorablemente dispuestos al beso, que llegaban a rescatarme de la tumba.
-Vamos –me dijo-, todo ha terminado.
-Vamos –le respondí- y nos alejamos.